Ávido
de conocer los preceptos del Señor se muestra el salmista cuando exclama: “Tus
manos me hicieron y me plasmaron; instrúyeme para que aprenda tus mandamientos”
(Salmo 119, [Vg 118] 73). La primera y más elemental de las verdades que el
Espíritu Santo concede al hombre como máxima que debe orientar y dirigir sus juicios
y acciones, es el reconocimiento de su condición creatural: “Ipse fecit nos, et ipsíus
sumus”; “Él nos creó, somos suyos” (Salmo
100, [Vg 99] 4). Mediante el don de ciencia quiere el Paráclito que todo en
nuestra vida se juzgue a la luz de esta verdad fundamental: somos creaturas de
Dios y a Él pertenecemos. Solo esta ciencia, decía San Gregorio Magno, supera
el ayuno de la ignorancia.
Como
enseñaba el beato Juan Pablo II, “el hombre contemporáneo, precisamente en
virtud del desarrollo de las ciencias, está expuesto de modo particular a la
tentación de dar una interpretación naturalista del mundo; ante la multiforme riqueza de las cosas, de su complejidad, variedad y belleza, corre el riesgo de
absolutizarlas y casi de divinizarlas hasta hacer de ellas el fin supremo de su misma vida… Para
resistir a esa tentación sutil y para remediar las consecuencias nefastas a las
que puede llevar, he aquí que el Espíritu Santo socorre al hombre con el don de
ciencia. Es ésta la que ayuda a valorar rectamente las cosas en su dependencia
esencial del Creador. Gracias a ella –como escribe Santo Tomás- el hombre no
estima las creaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino en Dios, el
fin de su propia vida” (Meditación dominical, 23-4-1989).
Facilidad
para descubrir la huella divina en todas las obras del universo; ímpetu del
corazón para dar alabanza y gloria al Creador; profunda humildad y deseo de
contemplación de las obras de Dios; conciencia de nuestro estado de viadores en
este mundo; gozo de saberse artesanía de Dios y no simple producto de energías
cósmicas, son otros tantos efectos saludables del don de ciencia en nuestras
almas. Finalmente, cuando abunda tanta falsedad revestida con harapos de una
pseudociencia, y por desgracia capaz de engañar a mucho incauto, urge implorar del
cielo la ciencia del Espíritu Santo.
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