jueves, 16 de mayo de 2013

TUS MANOS ME HICIERON Y ME PLASMARON


Ávido de conocer los preceptos del Señor se muestra el salmista cuando exclama: “Tus manos me hicieron y me plasmaron; instrúyeme para que aprenda tus mandamientos” (Salmo 119, [Vg 118] 73). La primera y más elemental de las verdades que el Espíritu Santo concede al hombre como máxima que debe orientar y dirigir sus juicios y acciones, es el reconocimiento de su condición creatural: “Ipse fecit nos, et ipsíus sumus”; “Él nos creó, somos suyos” (Salmo 100, [Vg 99] 4). Mediante el don de ciencia quiere el Paráclito que todo en nuestra vida se juzgue a la luz de esta verdad fundamental: somos creaturas de Dios y a Él pertenecemos. Solo esta ciencia, decía San Gregorio Magno, supera el ayuno de la ignorancia.
  Como enseñaba el beato Juan Pablo II, “el hombre contemporáneo, precisamente en virtud del desarrollo de las ciencias, está expuesto de modo particular a la tentación de dar una interpretación naturalista del mundo; ante la multiforme riqueza de las cosas, de su complejidad, variedad y belleza, corre el riesgo de absolutizarlas y casi de divinizarlas hasta hacer de ellas  el fin supremo de su misma vida… Para resistir a esa tentación sutil y para remediar las consecuencias nefastas a las que puede llevar, he aquí que el Espíritu Santo socorre al hombre con el don de ciencia. Es ésta la que ayuda a valorar rectamente las cosas en su dependencia esencial del Creador. Gracias a ella –como escribe Santo Tomás- el hombre no estima las creaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino en Dios, el fin de su propia vida” (Meditación dominical, 23-4-1989).
  Facilidad para descubrir la huella divina en todas las obras del universo; ímpetu del corazón para dar alabanza y gloria al Creador; profunda humildad y deseo de contemplación de las obras de Dios; conciencia de nuestro estado de viadores en este mundo; gozo de saberse artesanía de Dios y no simple producto de energías cósmicas, son otros tantos efectos saludables del don de ciencia en nuestras almas. Finalmente, cuando abunda tanta falsedad revestida con harapos de una pseudociencia, y por desgracia capaz de engañar a mucho incauto, urge implorar del cielo la ciencia del Espíritu Santo.    

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