Si hay
algo que a nuestro Papa Francisco no le falta es un sano realismo pastoral.
Desde que asumió la Cátedra de Pedro, no ha dejado de insistir en la
importancia de estar en contacto con la realidad viva y directa de las almas. No
es dado al uso de expresiones o eslóganes grandilocuentes; prefiere más bien
aterrizarnos de inmediato con alguna consideración práctica y asequible a todos.
Por ejemplo, más que hablar de la importancia de construir una civilización del
amor, prefiere que cada uno se pregunte diariamente qué gestos de ternura o caridad ha tenido con las personas con que se
ha topado; o bien prefiere que cada uno se examine con qué celo, alegría o entusiasmo
sabe acoger a quien se le acerca para
solicitar algún servicio pastoral, que hacer un llamado a trabajar
en la tarea de una gran misión continental. Este saludable realismo apostólico,
que se halla en las antípodas de una pastoral con aires de gnosticismo, es decir, basada en recetas confeccionadas por grupos
de iluminados, pero generalmente estériles en la realidad viva y concreta del
creyente, me parece ser un valioso aporte que puede ofrecer hoy a la Iglesia universal
un Papa latinoamericano.
En su
reciente homilía del 25 de mayo en Santa Marta el Papa ha puesto unos cuantos
ejemplos, pienso que a modo de advertencia, para evitar que el católico
de hoy –sacerdote o laico- termine por convertirse en un simple teórico o
burócrata de la fe. El cura teórico ha quedado reflejado en la siguiente anécdota de su homilía: “Había una señora humilde que pedía a
un sacerdote la bendición: el sacerdote le decía: ‘¡Bien, pero señora usted ha
estado en la Misa!’ y le explicó toda la teología de la bendición en la Misa.
Le hizo bien: ‘Ah, gracias padre; sí padre’, decía la señora. Cuando el
sacerdote se fue, la señora se dirigió a otro cura: ‘¡Deme la bendición!’. Y
todas aquellas palabras no le entraron, porque ella tenía otra necesidad: la
necesidad de ser tocada por el Señor. Esa es la fe que encontramos siempre y
esta fe la suscita el Espíritu Santo. Debemos facilitarla, hacerla crecer,
ayudarla a crecer”. Y el seglar burócrata es retratado así: “Pensad –decía- también en
una madre soltera, que va a la iglesia, a la parroquia y al secretario: ‘Quiero
bautizar al niño’. Y este cristiano o cristiana que lo recibe le dice: ‘No, tú
no puedes porque no estás casada!’. Pero mirad, esta chica que ha tenido el
valor de seguir adelante con su embarazo y de no ‘quitárselo de encima’, ¿qué
encuentra? ¡Una puerta cerrada! ¡Esto no es celo! ¡Aleja del Señor! ¡No abre
las puertas! Y así cuando estamos en este camino, en esta actitud, no hacemos
bien a los demás, a la gente, al Pueblo de Dios. Pero Jesús instituyó siete
sacramentos, y nosotros con esta actitud instituimos el octavo: ¡el sacramento
de la aduana pastoral!”.
¡El sacramento de la aduana pastoral!
Aquí sí que el Papa Francisco pone el dedo en la llaga. No se trata de minusvalorar
el derecho, sino de remediar un mal que se ha extendido en la Iglesia durante
las últimas décadas: confiar más en la organización de nuestras actividades
pastorales o catequéticas que en la eficacia misma de la gracia de los
sacramentos o de la predicación de la auténtica Palabra de Dios. E hilvanando
estas ideas he comprendido de pronto por qué el Santo Cura de Ars no fue
declarado finalmente patrono de todos los sacerdotes, tal como se había
anunciado como colofón del año sacerdotal. Probablemente la presión de tanto
cura pastoralmente aduanero no consintió
un patrono santo cuya sotana estuviera tan sucia e impregnada del olor de su
rebaño.
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