Ubi es? Adán, ¿dónde estás? (Gn 3, 9). Así llamó Yavé Dios a nuestros
primeros padres cuando notó que esta vez no habían corrido a saludarlo. Y es
que luego de que hubieran consumado su pecado, experimentaron algo totalmente
desconocido hasta entonces para ellos: sintieron miedo de Dios y trataron de
ocultarse a su mirada en medio de los árboles del jardín (cf. Gn 3, 8). Este temor que lleva a
esconder la falta, a huir del Juez que absuelve, a querer justificar neciamente
lo que no tiene justificación alguna, es un temor dañino que no tiene nada que
ver con el don de temor de Dios que regala el Espíritu Santo a las almas
delicadas, y en el que estriba el “principio de la Sabiduría” (Ps 111 [Vg 110], 10). “Aquí
se trata de algo mucho más noble y sublime, recordaba el beato Juan
Pablo II: es el sentimiento sincero y trémulo que el hombre experimenta frente a
la ‛tremenda maiestas’ de Dios, cuando especialmente reflexiona sobre las
propias infidelidades y sobre el peligro de ser encontrado “falto de peso”
(Dan 5, 27) en el juicio eterno, del que
nadie puede escapar” (Meditación dominical, 11-6-1989). Temor
a contristar a un Dios amante celoso; temor a que por nuestro pésimo
comportamiento vuelva a lamentarse, como en los comienzos de la historia: “me
pesa de haberlos hecho” (Gn
6, 7); temor filial de no corresponder al amor de un Dios y Padre que dice
tener sus delicias entre nosotros (cf. Prov
8, 31), son algunos afectos saludables que imprime el don de temor de Dios en
nuestros corazones.
El
temor sagrado también está relacionado con el infinito respeto que siempre
impone la presencia de Dios. Los ángeles tiemblan ante el trono de Dios; los
santos del antiguo testamente han experimentado auténtico pavor ante las
teofanías del Señor o de sus mensajeros; incluso el alma inmaculada de Santa
María sintió temor ante la presencia del Arcángel y su admirable anuncio;
también Pedro temió frente a una señal clara de la divinidad de su Maestro, y
corrió a postrarse a sus pies exclamando: apártate de mí que soy un hombre
pecador. Incluso las apariciones gloriosas de Jesucristo a los suyos, no
excluyen el sentimiento de temor por muy grande que sea el gozo de verlo
resucitado.
A
la luz de este santo temor y respeto de Dios se vuelven clarividentes tantas
piadosas costumbres litúrgicas: permanecer de rodillas durante la plegaria
eucarística, comulgar el Cuerpo de Cristo también de rodillas y en la boca,
guardar estricto silencio frente al Sagrario y saludarlo siempre con genuflexión,
inclinar la cabeza ante las imágenes de Nuestra Señora o de los Santos,
preferir comulgar de manos consagradas que de las que no lo son, evitar en la
iglesia cualquier manifestación de asamblea mundana: aplausos, pies cruzados,
guitarras, globos, y otras tantas extravagancias que suelen anidar en la
imaginación de los así llamados animadores litúrgicos. En fin, temamos, y
mucho, no temer a Dios.
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