Conmueve
descubrir en el joven mártir cristero San José Sánchez del Río, canonizado recientemente
por el Papa Francisco, aquella misma nobleza de espíritu que hallamos en los
grandes mártires de la primera hora. Aunque separados por veinte siglos de
distancia, pero contemporáneos por un idéntico amor sin límites a Jesucristo, resulta
imposible no ver en la muerte heroica de San Joselito reminiscencias del
grandioso martirio del Padre apostólico de Antioquía. Precisamente en vísperas
de la fiesta de San Ignacio, el joven mártir mexicano fue inscrito en el
catálogo de los santos.
Así,
el mismo Espíritu que ponía en el corazón de Ignacio ansias de padecer y morir por
Cristo, pone igualmente en el corazón de José Luis el deseo de defender, si es
necesario con la entrega de la propia vida, los derechos de Cristo Rey sobre
este mundo suyo –suyo porque lo ha creado con su Omnipotencia y recreado con su
Sangre—.
«No voy a tener una oportunidad como ésta para llegar a
Dios», escribe
Ignacio en su carta a los romanos. «Mamá,
nunca ha sido tan fácil ganarse el cielo como ahora», repite Joselito a
su madre para obtener su consentimiento y poder unirse al ejército cristero.
Ignacio
teme un peligro: que algunos fieles de Roma, quizá más influyentes, puedan
conseguir para él un indulto. Por eso dirá en su carta a los romanos: «Yo
voy escribiendo a todas las Iglesias, y a todas les encarezco lo mismo: que
moriré de buena gana por Dios con tal que vosotros no me lo impidáis. Os lo
pido por favor: no me demostréis una benevolencia inoportuna. Dejad que sea
pasto de las fieras, ya que ello me hará posible alcanzar a Dios. Soy trigo de
Dios, y he de ser molido por los dientes de las fieras; para llegar a ser pan
limpio de Cristo». A su vez, enterado Joselito de los esfuerzos de su
familia para ofrecer un rescate por él, les hace saber que no paguen un solo centavo por
su libertad. Prefiere morir antes que traicionar en lo más mínimo a
Cristo Rey.
Es
hecho prisionero a causa de un acto noble y heroico de caridad: cede su caballo
al capitán de su menguado batallón, don Luis Guízar Morfín, diciendo: ─Mi
general, aquí está mi caballo. Sálvese usted aunque a mí me maten. Yo no hago
falta y usted sí─. Y a su madre escribe: «Mi querida mamá: Fui hecho
prisionero en combate en este día. Creo que en los momentos actuales voy a
morir, pero nada importa, mamá. Resígnate a la voluntad de Dios; yo muero muy
contento, porque muero en la raya al lado de nuestro Dios».
Finalmente
con la misma serena paz y alegría con que Ignacio navegó hacia Roma vigilado
por soldados brutales y fieros como leopardos, Joselito caminó con sus pies
desollados por los verdugos hacia la fosa que le habían preparado, vitoreando: «¡Viva
Cristo Rey! ¡Viva Santa María de Guadalupe!».
Con
toda la Iglesia proclamamos: «Te Martirum candidatus laudat exercitus», a ti, Dios nuestro, te alaba el blanco ejército
de tus Mártires. La página sangrienta
que acompaña toda la Historia de la Iglesia jamás podrá ser borrada; la escribe
con caligrafía de oro el mismo Espíritu Santo a través de los siglos, y se
convierte en semilla fecunda de santos y santas que adornan el jardín de Dios:
la santa Iglesia Católica.
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