jueves, 6 de octubre de 2016

LA ADMIRABLE CLARIDAD LITÚRGICA DEL CARDENAL SARAH

Preparando el lanzamiento de su libro La fuerza del Silencio, el Cardenal Robert Sarah ha concedido una luminosa entrevista a la revista La nef. Allí nos encontramos con una verdadera lección magistral sobre la necesidad y el poder de ese imprescindible hábito del espíritu que llamamos silencio. He traducido una de sus respuestas sobre la importancia del silencio en la liturgia.

¿Qué papel atribuye usted al silencio en nuestra liturgia latina, dónde lo ve y cómo se concilia silencio y participación?

Ante la majestad de Dios, nuestras palabras se pierden. ¿Quién se atrevería a tomar la palabra frente al Omnipotente? San Juan Pablo II veía en el silencio la esencia de toda actitud de oración, porque ese silencio cargado de una presencia adorante manifiesta «la humilde aceptación de los límites de la criatura frente a la infinita trascendencia de un Dios que no cesa de revelarse como Dios de amor». Negar este silencio lleno de temor confiado y de  adoración es negarle a Dios la libertad de poder asirnos por su amor y su presencia. El silencio sagrado es el lugar donde podemos encontrar a Dios, porque nos aproximamos a él con la actitud justa del hombre que tiembla y se mantiene a distancia, en espera confiada. Nosotros, sacerdotes, debemos aprender el temor filial de Dios y la sacralidad de nuestra relación con él. Tenemos que aprender a conmovernos de estupor ante la santidad de Dios y ante la gracia inaudita de nuestro sacerdocio. El silencio nos enseña una importante regla de la vida espiritual: la familiaridad no favorece la intimidad; al contrario, una justa distancia es condición para la comunión. Es a través de la adoración que la humanidad marcha hacia el amor. El silencio sagrado abre al silencio místico, lleno de intimidad amorosa. Bajo el yugo de la razón secular, hemos olvidado que lo sagrado y el culto son las únicas puertas de acceso a la vida espiritual. No vacilo en afirmar que el silencio sagrado es una ley cardinal de toda celebración litúrgica. En efecto, nos permite entrar en la participación del misterio celebrado. El Concilio Vaticano II señala que el silencio es un excelente medio para favorecer la participación del pueblo de Dios en la liturgia.

Los padres conciliares querían poner de manifiesto lo que constituye una verdadera participación litúrgica: la entrada en el misterio divino. Bajo el pretexto de hacer más fácil el acceso a Dios, algunos han querido que todo en la liturgia sea inmediatamente inteligible, racional, humano y horizontal. Pero, obrando así, corremos el riesgo de reducir el misterio sagrado a buenos sentimientos. So pretexto de pedagogía, ciertos sacerdotes se permiten comentarios interminables, chatos y  horizontales. ¿Temen estos pastores que el silencio ante el Todopoderoso desvíe a los fieles? ¿Creen que el Espíritu Santo no es capaz de abrir sus corazones a los misterios difundiendo en ellos la luz de la gracia espiritual?

San Juan Pablo II nos advierte: el hombre entra a participar de la presencia divina, «sobre todo dejándose educar en un silencio de adoración, porque en la cima del conocimiento y experiencia de Dios  está su trascendencia absoluta».
El silencio sagrado es un bien de los fieles y los clérigos no deben privarlos de él.
El silencio es la tela en la cual deberían ser cortadas nuestras liturgias. Así, nada en ellas sabría romper la atmósfera silenciosa que es su clima natural.

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