Sin
duda el espíritu litúrgico del Papa Benedicto se ha posado sobre el cardenal
Sarah. Tal como lo advertía hace décadas el cardenal Ratzinger, el actual
Prefecto de la Sagrada Congregación para el Culto divino y la disciplina de los
sacramentos nos dice hoy, de modo categórico, que la liturgia está enferma: padece de
bullicio y urge aplicarle el remedio del silencio y de la contemplación.
Como
en la entrada anterior, hoy ofrezco la traducción de otra de las respuestas dadas
por el cardenal Sarah en la entrevista ofrecida a la revista francesa La Nef.
¿No hay una cierta
paradoja al afirmar la necesidad del silencio en la liturgia, y al mismo tiempo
reconocer que las liturgias orientales no tienen momentos de silencio, siendo
que ellas son especialmente hermosas, sagradas, y orantes?
Su
comentario es juicioso y demuestra que no es suficiente establecer «momentos de
silencio» para que la liturgia esté impregnada de un silencio sagrado.
El
silencio es una actitud del alma. No es una pausa entre dos ritos; él mismo es
plenamente un rito. En efecto, los ritos orientales no prevén tiempos de
silencio durante la Divina Liturgia. Sin embargo, conocen intensamente la
dimensión apofática de la oración delante del Dios «inefable, incomprensible e
inasible». La Divina Liturgia está en cierta medida llena de misterio. Se
celebra detrás del iconostasio, que para los cristianos orientales es el velo
que protege el misterio. Para nosotros, latinos, el silencio es un iconostasio
sonoro. El silencio es una forma de mistagogia,
que nos permite entrar en el misterio sin deshonrarlo. En la liturgia, el
lenguaje de los misterios es silencioso. El silencio no oculta, sino que revela
con profundidad.
San
Juan Pablo II nos enseña que «el misterio se vela continuamente, se cubre de
silencio, para evitar que se construya un ídolo en lugar de Dios». Me gustaría
afirmar que en nuestros días el riesgo de que los cristianos se vuelvan
idólatras es grande. Prisioneros por el ruido de discursos humanos
interminables, no estamos lejos de fabricarnos un culto a nuestra medida, un
Dios a nuestra propia imagen. Como lo hizo notar el Cardenal Godfried Danneels,
«la liturgia occidental, tal como se vive hoy, tiene como principal defecto el
ser muy parlanchina». En África, ha dicho el padre Faustino Nyombayré,
sacerdote de Ruanda, «la superficialidad no es ajena a la liturgia o a las
sesiones supuestamente religiosas, de donde se sale agotado y sudoroso, más
bien que reposado y empapado de aquello que se ha celebrado para vivirlo y
testimoniarlo mejor». Las celebraciones se tornan a veces ruidosas y
agotadoras. La liturgia está enferma. El síntoma más evidente de esta
enfermedad es la omnipresencia del micrófono; se ha vuelto tan indispensable
que la gente se pregunta cómo era posible una celebración antes de su
invención.
Tanto
el ruido exterior como nuestros propios ruidos interiores nos vuelven extraños
a nosotros mismos. En medio del bullicio, el hombre no puede más que
precipitarse en la banalidad; somos superficiales en lo que decimos,
pronunciamos palabras vacías, donde se habla y se habla… hasta que se encuentra
algo que decir, una especie de «mezcolanza» irresponsable hecha de bromas y de
palabras que matan. Nos volvemos superficiales también en lo que hacemos; vivimos
en la trivialidad, supuestamente lógica y moral, sin encontrar allí nada de
anormal.
Con
frecuencia salimos de nuestras liturgias ruidosas y superficiales sin haber
encontrado a Dios ni la paz interior que nos ofrece.
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