«¡Jerusalén,
Jerusalén!, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados.
Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus
polluelos bajo sus alas, y no quisiste. Mirad, vuestra casa se os va a quedar
desierta. Así pues, os aseguro que ya no me veréis hasta que digáis: Bendito el
que viene en nombre del Señor» (Mt 23, 37-39). Y comenta San Juan Crisóstomo:
«¡Cuánto amor no delata esta imagen de la gallina! Porque ardiente es el que
esta ave tiene por sus polluelos. Esta imagen de las alas aparece en muchos
pasajes de los profetas, en el cántico de Moisés y en los Salmos, y ninguna
como ella para darnos a entender la mucha protección y providencia de Dios
para con su pueblo» (Homilías sobre San
Mateo, Homilía 74, 3).
¡Qué desgracia pretender sustraerse al amparo y calor de
Dios! En cambio, que lógico el consejo de un alma que procuró vivir permanentemente
a la sombra de su Padre Dios: «Hombre libre, sujétate a voluntaria
servidumbre para que Jesús no tenga que decir por ti aquello que cuentan que
dijo por otros a la Madre Teresa: “Teresa, yo quise… Pero los hombres no han
querido”» (San Josemaría Escrivá, Camino
761).
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