San
Manuel González, santo obispo español recientemente canonizado por el Papa
Francisco, estuvo poseído de un verdadero delirio de amor por el Tabernáculo,
ese pequeño y humilde palacio donde el Verbo hecho carne se digna habitar entre
nosotros. Veía con luces divinas qué distinta sería la vida de tantos fieles,
sacerdotes y laicos, si comprendieran en profundidad las riquezas que se encierran
en el Sagrario.
Hasta tal punto quiso
ser pregonero de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, que pidió
ser sepultado junto a un Sagrario «para que mis huesos, después de muerto,
como mi lengua y mi pluma en vida, estén siempre diciendo a los que pasen:
“¡Ahí está Jesús! ¡Ahí está! ¡No lo dejéis abandonado!”».
En
un pequeño libro, pensado como un conjunto de confidencias entrañables que Jesús dirige desde el Sagrario a sus sacerdotes, Don Manuel pone en labios del
Maestro estas palabras:
«Déjame
que preceda a nuestra conversación una queja que tengo de muchos de mis
sacerdotes.
¡Los
veo muy poco por mis sagrarios!
Los
veo en las bibliotecas y en las aulas aprendiéndome, en los púlpitos y en la
propaganda enseñándome, los veo en diversidad de lugares haciendo mis veces,
los veo también ¡qué pena!, en lugares en los que ni tienen que aprenderme, ni
hacer nada por Mí... y, sin embargo, por mis Sagrarios, ¡los veo tan poco! y a
¡tan pocos!
¿Verdad
que tengo motivos para quejarme?
¡Si scires…!
¡Si supieras, Sacerdote mío, lo que se aprende leyendo
libros, estudiando cuestiones, examinando dificultades a la luz de la lámpara de mi Sagrario!
¡Si supieras la diferencia que hay entre sabios de biblioteca y sabios de Sagrario!
¡Si supieras todo lo que un rato de Sagrario da de luz a una
inteligencia, de calor a un corazón, de aliento a un alma, de suavidad y fruto
a una Obra!...
¡Si supieras tú y todos mis Sacerdotes el valor que para estar de pie junto a todas las cruces infunde ese rato
de rodillas ante mi Sagrario!...
¡Ah! Si se supiera prácticamente todo esto, ¿cómo se verían mis
sagrarios tan vacíos de Sacerdotes y en cambio tan llenos los círculos de
recreos, los paseos públicos, y alguna vez... hasta los cafés, cines y teatros?
¡Si
supieran! ¡Si supieran!» (San Manuel González G., El Corazón de Jesús al corazón del sacerdote).
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