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a
sobrecogedora historia de la muerte de Uzá en medio de una procesión festiva y
litúrgica para trasladar el Arca de la Alianza desde Baalá a Jerusalén, es un
hecho de la historia sagrada que nos recuerda con rasgos serios el
temor reverencial que debemos guardar ante la realidad de lo sagrado. Ni la
familiaridad con Dios, ni la cercanía de años junto a Él, ni el hecho de
sabernos favorecidos por su providencia misericordiosa, pueden hacernos olvidar
el profundo respeto que la Santidad de Dios nos impone, muy especialmente
cuando se trata del culto público que le tributamos. «Cargaron
el arca de Dios sobre una carreta nueva –dice la Escritura– y la sacaron de la
casa de Abinadab que está en la colina. Uzá y Ajió, hijos de Abinadab,
conducían la carreta. Uzá caminaba al lado del arca y Ajió iba delante de ella.
David y todo Israel iban bailando delante del Señor con todo su entusiasmo,
cantando con cítaras y arpas, con panderos, sistros y címbalos. Al llegar a la
era de Nacón, extendió Uzá la mano hacia el arca de Dios para sujetarla porque
los bueyes amenazaban volcarla. Pero la ira del Señor se encendió contra Uzá:
Dios le hirió por su atrevimiento y murió allí mismo junto al arca» (II Sam
6, 3–7).
«Es
probable que este episodio sorprendente, comenta la Biblia de Navarra, refleje
el predominio de una familia sacerdotal, la de Abiatar, y la desaparición de
los descendientes de Abinadab por alguna razón que se nos escapa; pero, sobre
todo, muestra el respeto y la veneración que merece el Arca como símbolo de la
presencia de Dios entre los suyos. Solo los encargados pueden tocarla. El
propio rey duda si es correcto llevarla hasta Jerusalén, y es el Señor mismo
quien, al bendecir la casa de Obededom, promueve el traslado definitivo».
Siempre
que leo este pasaje del libro de Samuel, me convenzo de que una tarea prioritaria en la vida de la Iglesia es repensar con serena objetividad la conveniencia de tantos usos litúrgicos introducidos en las últimas décadas, y que en la práctica se han prestado para ensombrecer la reverencia debida al Santísimo Sacramento del Altar. La
comunión en la mano, el abandono de ornamentos cuya función es velar (velo del
cáliz, carpeta de los corporales, velo del Sagrario, etc.), la reducción del gesto de arrodillarse
casi exclusivamente a la consagración, la creciente pérdida del silencio
litúrgico, el olvido habitual del canto gregoriano, son usos que poco o nada han favorecido el respeto por lo sagrado. Temamos, pues, que un exceso de indebida familiaridad con lo divino o una franca vulgaridad
litúrgica, atraigan más bien sobre nosotros el enojo de Dios que su favor
misericordioso. No repitamos la osadía temeraria de Uzá; no olvidemos la
advertencia del Señor a la Magdalena: noli
me tangere, no quieras tocarme (Jn 20, 17).
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