Con
su nacimiento oculto y silencioso en la gruta de Belén, Dios nos invita a que
juguemos al escondite con Él. Se oculta para despertar en nosotros el anhelo amoroso
de su búsqueda, para luego compartir la alegría del encuentro y del abrazo. Así
lo sugiere este sentido texto del entonces Cardenal Ratzinger:
«D
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se ha hecho hombre, se ha hecho niño. De este modo cumple la excelsa y misteriosa
promesa, será Emmanuel: Dios con nosotros. Ya no es inalcanzable para nadie.
Dios es Emmanuel. Haciéndose niño nos ofrece el tú. Se me ocurre al respecto
una historia rabínica que Elie Wiesel ha registrado. Wiesel cuenta que Jehel,
un joven muchacho, entró llorando en casa de su abuelo, el famoso Rabí Baruch.
Gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas, mientras se lamentaba: mi amigo me
ha abandonado, ha sido injusto y poco amable conmigo. Vamos, vamos, ¿no puedes
explicármelo más despacio?, le pregunto el maestro. Sí, respondió el pequeño.
Hemos jugado al escondite. Y yo me he escondido tan bien que mi amigo no ha
podido encontrarme. Así pues, ha dejado de buscarme y se ha ido. ¿No ha sido
antipático? El más bello escondite ha perdido su belleza, porque mi amigo ha
interrumpido el juego. En ese momento el maestro le acarició las mejillas, al
tiempo que los ojos se le inundaban de lágrimas. A continuación dijo: sí, eso
es muy poco cortés. Pero, ¿sabes?, lo mismo ocurre con Dios. Él se ha ocultado
y nosotros no lo buscamos. Imagínate lo que esto significa: Dios se ha ocultado
y nosotros no lo buscamos ni siquiera una vez. En esta pequeña historia se
puede descubrir de un modo manifiesto el misterio de la Navidad. Dios se oculta.
Espera que la criatura se ponga en camino, que surja un nuevo y libre sí
dirigido a Él, que en la criatura tenga lugar el acontecimiento del amor.
Espera al hombre». (Joseph Card. Ratzinger,
Cooperadores de la verdad, Rialp
1991, p. 488).
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