E
|
n
su libro Retrato de Juan Pablo II,
André Frossard nos ha dejado un breve y emotivo recuerdo de la primera vez que
asistió a misa con el Papa en el palacio apostólico Vaticano. Escribe al
respecto: «La misa del papa es lenta y
muy hermosa. Sus dos secretarios, que le sirven de acólitos, lo revisten con
sus ornamentos frente al altar y este ceremonial ordinario adquiere una
importancia de algo sagrado». No es el único testimonio en este sentido. Recuerdo
otra observación similar de alguien ciertamente impresionado: comentaba que la
figura del Papa revistiéndose para la misa, con unción y reverencia, le evocaba
la imagen de un guerrero que viste con solemnidad su armadura para entrar en
combate. La analogía es sugerente; ¿no dijo Cristo, cuando se disponía a
enfrentar su Sacrificio redentor, que llegaba la hora en que el príncipe de este
mundo iba ser arrojado fuera? (Jn 12,
31). ¿No sugieren estas palabras que su Pasión y Muerte serían algo así como un
gran combate contra Satanás? ¿No se vuelve particularmente actual, cuando el
sacerdote se dispone a celebrar la santa misa, la exhortación del Apóstol a
revestirse con toda la armadura de Dios? (Ef
6, 11). Es elocuente que algunas de las oraciones que se recitan a la hora de vestir
los ornamentos sagrados, unan a su simbolismo espiritual un marcado carácter de
lucha y milicia. Así, por ejemplo, la oración para ceñirse el amito: «Poned, Señor, sobre mi cabeza el yelmo de
la salvación, para combatir los asaltos del diablo»; o bien la del cíngulo:
«Cíñeme, Señor, con el cíngulo de la
pureza, y extingue en mí la llama de la pasión, para que permanezca en mí la
virtud de la continencia y de la castidad».
Resulta
muy edificante contemplar al sacerdote en la sacristía revistiéndose con
unción, en silencio, sin precipitaciones, concentrado en la acción sagrada que
se dispone a realizar; que lava sus manos con asombro, porque en breve tocarán a Cristo; que recita las oraciones que para el caso ofrece la
antigua liturgia; que besa la cruz del manípulo y de la estola con piedad; que
se dispone, en fin, al gran «combate» de renovar el Sacrificio del Calvario,
acción sagrada que le reclamará poner en juego todas las energías de su alma.
Urge
reconquistar la sacristía como espacio sagrado donde reine el silencio y se
respire una atmósfera de recogimiento. La sacristía no es una sala de espera ni
un camarín donde ultimar los detalles finales de una función. En la sacristía
el sacerdote se prepara para el combate más importante del día, recoge sus
potencias para centrarlas en Dios, comienza a revestirse con la armadura de
Dios, para así poder prestar su ser entero a Cristo en la renovación de su Sacrificio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario