Reproduzco
un ensayo del historiador chileno Mario Góngora (1915-1985) sobre el fenómeno
del «aggiornamento», apreciado ideal del mundo eclesiástico de los años 60 y 70,
que renace en nuestros días con distintos nombres y perfiles. Si bien fue
escrito hace casi medio siglo, sus planteamientos siguen siendo actuales y
sugerentes. En lo personal, el termino aggiornamento
como programa de acción pastoral siempre me ha parecido desafortunado. En
primer lugar, porque supone presentarse a priori y quizá de modo imprudente,
como realidad anquilosada y pasada de moda; en segundo lugar, porque la Iglesia,
realidad viva y de perenne juventud, fue puesta al día por Jesucristo de una
vez para siempre: Iesus Christus heri et
hodie: ipse et in sæcula, Jesucristo,
ayer y hoy; y siempre el mismo (Heb 13,
8). Cosa bien distinta de una utópica «actualización» de la Iglesia, es la
necesidad de airear con periodicidad estructuras y ambientes eclesiales, en todos
sus niveles, para que no les falte el frescor y la luz que su misión apostólica
requiere.
* * *
HISTORIA Y AGGIORNAMENTO*
Por
Mario Góngora
E
|
s
muy difícil caracterizar un movimiento histórico como el «aggiornamento» de los
católicos. En ellos, los pensamientos iniciales se ven rápidamente desbordados
en todas las direcciones y, finalmente, resulta una realidad muy diferente, no
solamente del estado anterior, sino también de los proyectos y deseos primeros
de quienes eran opuestos al estado anterior. No se sabe si son genuinas
revoluciones o meros fenómenos de reflejo y contagio. En todo caso, la consigna
de un aggiornamento global ganó a la Europa católica de norte a sur y fue luego
recibida en Norte y en Sudamérica, en esta última, con todos los conocidos
rasgos de nuestras «recepciones» culturales. No obstante, la dificulta que yace
en todo intento de determinar el contorno de una realidad histórica presente,
quisiera dedicar estas líneas a uno de los aspectos del aggiornamento, su
relación con la historia y el pensamiento histórico. Advirtiendo en seguida que
no me refiero al pensamiento individual de ningún teólogo, ni a la
interpretación de los textos eclesiásticos, sino –como creo que es lícito
hacerlo a un observador con afán de comprender históricamente– al fenómeno
colectivo que se ha desencadenado; en el cual, en definitiva, las voces más
vulgares suelen pesar más que las insignes, el eco más que la palabra.
I
El aggiornamento suele usar de lemas
historizantes: escrutar «los signos de los tiempos», «Dios, Señor de la
historia», la preferencia otorgada a
la Biblia sobre la Escolástica, el rasgo entusiasta y profético. Por otra
parte, «aggiornamento» implica «modernización», «estar con la historia», «estar
con su tiempo». Aquí empiezan a asomar los equívocos.
La historia es obra siempre de nuevas
revelaciones, de nuevas visiones o ideas, de nuevas oleadas de sentimiento o
sensibilidad colectiva que se graban en nuevas formas, que nada tienen de
«parecido» a la situación en que nacen, que no se pueden entender como
«productos de su tiempo». Una nueva idea, como la de Lutero, por ejemplo, no
surgió «de su tiempo», nadie podía haber previsto su aparición ni su alcance
antes de los hechos decisivos, nació del drama de un alma individual enfrentada
con textos bíblicos que tantos otros conocían y utilizaban como algo obvio.
Después, la época se pareció a Lutero, mirada retrospectivamente. Lutero no era
«hombre de su tiempo», no era nada «moderno» en esos comienzos del siglo XVI,
podía parecer al contrario una figura anacrónica o inconmensurable; pero él
representaba, verdaderamente, el poder de la historia. Después, la
historiografía abstracta invertirá los términos y declarará, que todo lo nuevo
que él trajo era «efecto» de una causa social.
Por otro lado, están los «resultados» de la
historia, su espuma, sus rasgos más visibles, el «estilo del tiempo». Uno puede
adecuarse a él o no; pero ni una ni otra actitud implica realmente «hacer
historia» en sentido fuerte. Copiar las formas dominantes es padecer la
historia, es capitular ante ella, nada más. «La verdadera historia se burla de
la historia», podría decirse, imitando el pensamiento de Pascal. El
aggiornamento como consigna significa un afán de modernizarse –seguramente, en
sus primeros adalides, por impulso misionero–; pero si verdaderamente no ha
surgido una nueva idea, ni la época, ni la Iglesia, ni los hombres se
modificarán un milímetro, respecto del rumbo que ya tenían. Lo que los
católicos «progresistas» (para emplear un vocablo cómodo, pues aún no hay otro
nombre) entienden por aggiornamento es un plegarse militantemente a la época,
un «abrirse al mundo», pero esto no es una genuina adquisición espiritual.
De allí también la rapidez de su proposición,
chocando apenas con resistencias públicas. Como se ha tratado de un acomodo, de
adoptar la fisonomía masiva entregada por la época, tratando ansiosamente de
transcribirla forzosamente tenía que gozar de la máxima popularidad y
publicidad. Las culturas viven de tensiones dramáticas, de grandes
individualidades, estamentos, escuelas de pensamiento, Estados; las épocas de
civilización solamente quieren gozar de uniformidad. El que una gran potencia
tradicional declare de pronto que adhiere a esa uniformidad, es algo que
obviamente es popular y tiene que propagarse con una enorme rapidez. Ella sirve
de medida a la flacidez de vida espiritual de las civilizaciones en decadencia,
que seguramente ya estaba actuando en el catolicismo preconciliar. El
conformismo tomó ahora un contenido insólito: capitular con la época a
cualquier precio, negar su propio pasado, abismar lo que antes se veneraba,
todo ello sin riesgo alguno, por tanto sin ninguna real libertad.
II
Un aspecto en que el catolicismo progresista
parece reflejar muy claramente tendencias del tiempo es el futurismo o
utopismo. Se ha generalizado mucho el sentimiento de ruptura íntima, la
negativa a asumir el pasado, se proyecta toda noción valorativa en una imagen
del hombre futuro, desdeñando las figuras históricamente dadas. Lo que hoy se
suele denominar «humanismo cristiano» no es un verdadero humanismo, porque éste
postula siempre ejemplos vivos, históricos, formadores, merecedores de recuerdo
y de imitación, no la imagen abstracta «del» hombre. Pero este «humanismo» es
adhesión a un rasgo propio de la civilización: su carencia de vinculación
histórica, su utopismo.
Hay precedentes en la historia de la
Iglesia de tales oleadas de ruptura con el pasado. El catolicismo progresista
actual tiene mucho del Humanismo del siglo XVIII –a veces de la «Ilustración
católica» (episcopalista, moralista, etc.), a veces la Ilustración secular y
racionalista–. Comparte con el sentimiento del siglo XVIII el desprecio por la
tradición medieval, por los ideales monásticos y contemplativos, la pasión
activa y moralizadora (muchas veces moralizadora–hedonista, inclinada a la
aprobación del placer), la creencia racionalista en la educación y en el
bienestar como vías hacia una utópica «felicidad»; el sentimiento en fin de
estar «en las luces», de haberse alejado de un pasado bárbaro y de marchar ya
en un tiempo perfecto. La recepción entusiasta que ha tenido en los medios
católicos la «desmitologización» de Bultmann está claramente acuñada por la
impronta de la Ilustración y del cientismo, y muchas veces se aproxima ya
claramente al Deísmo dieciochesco.
«Las luces» del siglo XVIII son, en
parte, transferencia secularizada de la fe en el Espíritu Santo. Y también en
el catolicismo «al día» hay algo de las sectas joaquinistas de la Baja Edad
Media, que creían en una nueva época en la historia de la salvación,
caracterizada por una nueva dispensación del Espíritu Santo y se rebelaban
contra la Iglesia Papal, afirmando que en ella se había corrompido la verdad.
La lucha actual contra lo que se llama la Iglesia «institucional» o «jurídica»
(degradando el sentido de Derecho e Institución
a un nivel que ningún pensador jurídico serio aceptaría), tiene relación
con raíces joaquinistas. No con el mismo Joaquín de Fiore, para quien la
Iglesia de Juan –del Espíritu y de la Caridad– superaba, mas no abolía la Iglesia
de Pedro; sino con las sectas franciscanas posteriores que se ampararon en su
grandiosa Teología de la Historia. La idea de que la Iglesia, a partir de un
momento, ha entrado en decadencia, pero que ahora se revivifica por una nueva
dispensación divina, ha sido una idea profundamente influyente en la historia
espiritual de Occidente. Los protestantes la recogieron de otra manera que sus
antecesores, marcaron más la repristinación de la Iglesia primitiva y menos la
nueva época del Espíritu, pero en todo caso mantuvieron el esquema histórico
decadencia–revivificación. Esquema secularizado por la Ilustración conservado
religiosamente por algunas sectas y por algunos Grandes, se vierte ahora hacia
el aggiornamento. Pero creemos que el aporte joaqunista al movimiento
progresista es harto menor que el del Humanismo del siglo XVIII. Pues Joaquín y
sus sucesores veían una anticipación de la perfección venidera en el estamento
de los monjes; en el plan de la nueva ciudad dispuesto por Joaquín la
contemplación, la sabiduría, la caridad y la pobreza monástica están en
conjunción, y constituyen el modelo ejemplar de la totalidad. El catolicismo
progresista se opone a las virtudes monásticas y a los consejos evangélicos de
perfección.
Una investigación histórica en regla
podría desentrañar muchas otras líneas de pensamiento y de estilo que confluyen
en el movimiento de hoy, fuera de las que aquí propongo. Pero en todo caso me
parece decisiva la coyuntura actual: los precedentes históricos se filtran y se
reciben ideológicamente, en la medida que convienen al futurismo y utopismo
contemporáneos.
III
Al negar el catolicismo progresista
su identidad con el pasado rompe toda posibilidad de ecumenismo auténtico, el
que parecía ser una de las grandes aspiraciones iniciales del movimiento. Pues
no puede haber ecumenismo «del instante», sino de todo lo pasado y del futuro.
Para que todo se integre en la Iglesia, la verdad tiene que haber estado
siempre presente en ella, de otra suerte se rompe la tradición sacra, privando
de toda garantía de autenticidad a la unidad. El ecumenismo no puede ser un
consentimiento pactado y perecedero, ni un mero sincretismo.
Se acusa hoy día a la Iglesia de
ahistoricidad, pensando sobre todo en el período de predominio de la
escolástica. Es verdad que la concepción histórica básica se actualizó en el
Origen y durante la Patrística y la Alta Edad Media, hasta 1.300, anteriormente
al primado de aquella filosofía y teología. Con todo, siempre la Iglesia ha
portado en sí la idea de Historia Universal, que funda la ecumenicidad: por la
fe en la salvación de «judíos y griegos», la incorporación del Antiguo
Testamento al Canon y con ello de las tradiciones sobre el origen, la doctrina
del Logos que ve los filósofos y poetas antiguos como profetas de Cristo, en
fin por la cronología de Eusebio y de Jerónimo, que ensamblaba la Historia
bíblica con la Historia mundial. La Iglesia recibió el Cosmopolitismo final de
la Antigüedad, pero le dio un fundamento místico, prolongándolo hacia los
orígenes y hasta el fin. Esto es, precisamente el «catolicismo». Hay en él
mucho más sentido universal que en toda la circulación técnica y el aparato
burocrático internacional de hoy.
La idea cristiana de historia no es
futurista. El tiempo nuevo y perfecto que se espera, es la restauración de
todas las cosas en su orden originario, pero esa restauración está ya obrando
en espíritu, en las formas de santidad. Que «toda época está inmediata a Dios»,
como decía Ranke, expresa uno de los aspectos esenciales de la concepción
cristiana de la historia. La escatología cristiana de la historia no es
utópica, no anula el pasado, lo confirma en la perfección que no alcanzó en el
tiempo, pero que llevaba en sí como idea. Por eso Pablo aseguraba a los de
Tesalónica que los muertos resucitarían y no serían solamente los vivientes de
los últimos tiempos quienes participarían del gozo. La resurrección es el
rescate del pasado.
IV
La
concepción cristiana de la historia es afirmativa, pero tiene también otra
vertiente, al reconocer dentro de la Historia una escisión, que viene del
pecado, una lucha entre bien y mal que viene desde el comienzo y prosigue aún
después de Cristo, en una dialéctica que se expresa en la imagen del trigo y de
la cizaña. No solamente crece desde Cristo el bien, sino también el mal,
encarnado en potencias personales o colectivas bestiales, cuya fuerza se
exacerbará justo antes de la culminación del bien, en un «colmo de mal». La
verdad permanece siempre, pero combatida y siempre amenazada. Los ermitaños
huían al desierto, incluso cuando el mundo era «medieval». Los apóstoles
incitaban a una actitud de alerta, nunca a una distensión o una confusión con
el mundo.
El catolicismo «ilustrado» o
progresista se evade de esta negatividad de la historia por su énfasis
optimista en el presente y en el futuro, que contrasta con su condenación del
pasado, según la ya descrita perspectiva utopista. El futuro es presentado como
un progreso lineal y unitario de la actividad y las razas humanas hacia el
Reino de Dios, sin marcar suficientemente que la culminación es fruto de una
intervención personal y sobrenatural del Cristo, en un salto imprevisible (se
dice que vendrá como el ladrón nocturno, cuando tal vez no haya fe sobre la
tierra); en modo alguno esa culminación es en las Escrituras el fruto de la
evolución del titanismo intelectual y técnico del hombre, ni de su bondad
natural. Al contrario, la perfección final es en la concepción bíblica un puro
don.
V
Esta profunda penetración del utopismo y
humanitarismo contemporáneos en el seno del catolicismo, esta conversión a la
inversa que hoy presenciamos, procede, a mi juicio, de un factor político. En
lugar de la sujeción y obediencia al César, sin la entrega del alma –según el
mandato evangélico– tiende el catolicismo progresista a deificarlo, y a
acomodar ideológicamente el Evangelio a todo cuanto hoy desea el César.
Despojado de los atuendos de épocas pasadas, «el
César» es el poder en cada momento vigente. Diríamos que éste reside hoy día en
el complejo llamado «lo social». Hay un totalitarismo de lo social que supera
con creces los antiguos totalitarismos políticos, desdeñados hoy día porque
carecen de fuerza comparados con el nuevo poder, cuyo intérprete es la «opinión
mundial». Lo social constituye el último fundamento explicativo de las cosas
humanas; el espíritu y su mundo tiende a ser siempre explicados «desde abajo».
Casi todos estamos hoy día, cual más, cual menos, prendidos en la misma red
mental. Hace ya un siglo, Jacobo Burckhardt y Nietzsche avizoraban y describían
el nuevo poder de las masas que advenía en Europa. Un pensador ruso del mismo
tiempo, Constantin Leontiev, destacaba el contraste entre la jactancia intelectual
ante Dios y la humilde sumisión ante la humanidad colectiva, como rasgos
propios de la época.
Este poder es venerado ahora por los
católicos «al día». Por ello se asimila más y más la caridad a la filantropía,
sin mentar su carácter de vínculo sobrenatural; y se quiere justificar a la
iglesia como una modesta agencia de mejoramiento social. Maritain escribió que «el
mundo» no podía entender la fe ni la esperanza teológicas, pero que aceptaba la
caridad porque la confundía con otra cosa, y eso la hacía popular. Gracias a
todo este tipo de confusiones, se va dando al César lo que es de Dios, y
destruyendo por tanto la libertad del cristiano, una de cuyas premisas es la
tajante división de ambas potestades.
La experiencia del aggiornamento nos
hace comprender, por contraposición, en qué consistió la negativa de los
primeros cristianos a rendir culto a la diosa Roma y al dios Augusto. Estos
eran sentidos como cultos benéficos, de la paz y de la prosperidad del Imperio,
compatibles con todas las religiones, meros signos de devoción de la humanidad
a sí misma. Los cristianos rompían ese sincretismo conformista, tan propio de
las civilizaciones finales, provocando así el específico «escándalo cristiano».
Los católicos «ilustrados» o progresistas pueden arrostrar con coraje toda
clase de hostilidad al denunciar males o injusticias sociales y políticas,
suelen escandalizar por tanto a las gentes «respetables»; pero temen, en
cambio, al verdadero escándalo cristiano, a lo que San Pablo llamaba «la
necesidad de la Cruz». Se podría decir que ese temor es su más íntima
definición. Se sitúan siempre, en último término, en el plano de lo ético y de
lo razonable, carecen de sentido de lo sobrenatural y por tanto de sentido de
la libertad.
Un movimiento iniciado por católicos
de élite ha ido cobrando la forma de un fenómeno de conformismo sincretista, de
adoración a los ídolos del tiempo. Paradójicamente, la exaltación de la Iglesia
del espíritu contra la iglesia institucional ha rematado en la sumisión a «lo social».
El protestantismo nórdico luchó también contra la sacralidad objetivada, pero
la profunda interiorización en el alma permitió que salvara parte de la
sustancia de vida cristiana; pero un catolicismo de aquel tipo, que lucha
contra la sacralidad objetiva, a la vez que contra el alma individual y contra
la contemplación y la mística, no puede sino llevar fatalmente a una gran
disolución. No aporta un verdadero modelo de perfección humana ni una auténtica
renovación, obsesionado como está por adaptarse solamente al fugaz «hoy día»
–sin poder reconocerlo desde las propias fuentes–, sino queriendo aprehenderlo
de una manera casi periodística.
Algo de esto es tal vez lo que
entreveía Bernanos en una carta de 1946, al regresar a Francia: «En cuanto a la
espiritualidad del porvenir, ella se me aparece tan degradada que nadie la
reconocerá».
En la historia interna del
cristianismo, el fenómeno debe tener un sentido. Desde el punto historicista,
es una patente manifestación de la decadencia de la cultura de Occidente en una
civilización amorfa.
-----------
*Este artículo fue publicado por primera
vez en la Revista Dilemas, Nº 6, 1970; más tarde fue recogido junto a otros
ensayos en el libro póstumo Mario Góngora, Civilización de Masas y Esperanza. Y
otros Ensayos, Ed. Vivaria, Santiago de Chile, 1987, pag. 113 a 121.
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