Hay un lavado de pies
bastante más sacrificado y efectivo del meramente simbólico que se realiza en
la ceremonia del Jueves Santo. Sacrificado, por el tiempo y la paciencia que requiere;
efectivo, porque en él se lava auténtica mugre humana y no piececitos
previamente amononados y perfumados para la ocasión. En este lavatorio al que
me refiero, se lava toda la suciedad e inmundicia moral del hombre; se
cicatrizan heridas purulentas; se extraen tumores y granos feos de muy variada
peligrosidad; o bien se sacude el polvo acumulado que todo lo ennegrece. Pero
como suele suceder con lo que hay de más sublime en este mundo, este
lavatorio rara vez es noticia y pocas veces reconocido. Por esto, el búho
quiere rendir homenaje a esos miles y miles de sacerdotes que gastan lo mejor
de sus vidas sin ningún aplauso –salvo, por cierto, el de Dios- en lavar los pies de las
almas redimidas por Cristo en el sacramento de la Confesión. Con imagen que utilizó el Papa Francisco en la encantadora
homilía de su Misa Crismal, pienso que el mejor camino del que disponen los
sacerdotes para impregnarse del olor de sus ovejas y evitar convertirse en
simples burócratas, consiste en dedicar muchas horas a confesar. Con emoción recuerdo el comentario de un anciano sacerdote, ya jubilado, que dedicó sus últimos años a confesar en un populoso santuario: aquí -decía- he aprendido a conocer la Iglesia. Me imagino que este es el sano realismo eclesial por donde el nuevo Pontífice desea conducir la Iglesia.
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