Hoy,
festividad de Santa Catalina de Siena, reproduzco la catequesis que el Papa Benedicto
XVI dedicó a esta santa y valiente mujer, el miércoles 24 de noviembre de 2010.
"Queridos
hermanos y hermanas:
Hoy
quiero hablaros de una mujer que tuvo un papel eminente en la historia de la
Iglesia. Se trata de santa Catalina de Siena. El siglo en el que vivió —siglo
XIV— fue una época tormentosa para la vida de la Iglesia y de todo el tejido
social en Italia y en Europa. Sin embargo, incluso en los momentos de mayor
dificultad, el Señor no cesa de bendecir a su pueblo, suscitando santos y
santas que sacudan las mentes y los corazones provocando conversión y
renovación. Catalina es una de estas personas y también hoy nos habla y nos
impulsa a caminar con valentía hacia la santidad para que seamos discípulos del
Señor de un modo cada vez más pleno.
Nació
en Siena, en 1347, en el seno de una familia muy numerosa, y murió en Roma, en
1380. A la edad de 16 años, impulsada por una visión de santo Domingo, entró en
la Tercera Orden Dominicana, en la rama femenina llamada de las Mantellate. Permaneciendo en su familia,
confirmó el voto de virginidad que había hecho privadamente cuando todavía era
una adolescente, se dedicó a la oración, a la penitencia y a las obras de
caridad, sobre todo en beneficio de los enfermos.
Cuando
se difundió la fama de su santidad, fue protagonista de una intensa actividad
de consejo espiritual respecto a todo tipo de personas: nobles y hombres
políticos, artistas y gente del pueblo, personas consagradas, eclesiásticos,
incluido el Papa Gregorio XI que en aquel período residía en Aviñón y a quien
Catalina exhortó enérgica y eficazmente a regresar a Roma. Viajó mucho para
solicitar la reforma interior de la Iglesia y para favorecer la paz entre los
Estados: también por este motivo el venerable Juan Pablo II quiso declararla
copatrona de Europa: que el viejo continente no olvide nunca las raíces
cristianas que están en la base de su camino y siga tomando del Evangelio los
valores fundamentales que aseguran la justicia y la concordia.
Catalina
sufrió mucho, como tantos santos. Alguien incluso pensó que había que
desconfiar de ella hasta el punto de que, en 1374, seis años antes de su
muerte, el capítulo general de los Dominicos la convocó a Florencia para
interrogarla. Pusieron a su lado a un fraile erudito y humilde, Raimundo de
Capua, futuro Maestro general de la Orden, el cual se convirtió en su confesor
y también en su «hijo espiritual», y escribió una primera biografía completa de
la santa. Fue canonizada en 1461.
La
doctrina de Catalina, que aprendió a leer con dificultad y aprendió a escribir
cuando ya era adulta, está contenida en El Diálogo de la Divina Providencia o
Libro de la Divina Doctrina, una obra maestra de la literatura espiritual, en
su Epistolario y en la colección de las Oraciones. Su enseñanza está dotada de
una riqueza tal que el siervo de Dios Pablo VI, en 1970, la declaró doctora de
la Iglesia, título que se añadía al de copatrona de la ciudad de Roma, por
voluntad del beato Pío IX, y de patrona de Italia, según la decisión del
venerable Pío XII.
En una
visión que nunca se borró del corazón y de la mente de Catalina, la Virgen la
presentó a Jesús que le dio un espléndido anillo, diciéndole: «Yo, tu Creador y
Salvador, me caso contigo en la fe, que conservarás siempre pura hasta que
celebres conmigo en el cielo tus nupcias eternas» (Raimundo de Capua, Santa
Caterina da Siena, Legenda maior, n. 115, Siena 1998). Ese anillo sólo era
visible para ella. En este episodio extraordinario reconocemos el centro vital
de la religiosidad de Catalina y de toda auténtica espiritualidad: el
cristocentrismo. Cristo es para ella como el esposo, con quien vive una
relación de intimidad, de comunión y de fidelidad. Él es el bien amado sobre
todo bien.
Ilustra
esta unión profunda con el Señor otro episodio de la vida de esta insigne
mística: el intercambio del corazón. Según Raimundo de Capua, que transmite las
confidencias que recibió de Catalina, el Señor Jesús se le apareció con un
corazón humano rojo esplendoroso en la mano, le abrió el pecho, se lo introdujo
y dijo: «Amada hija mía, así como el otro día tomé tu corazón, que tú me
ofrecías, ahora te doy el mío, y de ahora en adelante estará en el lugar que
ocupaba el tuyo» (ib.). Catalina vivió verdaderamente las palabras de san
Pablo, «ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).
Como la
santa de Siena, todo creyente siente la necesidad de uniformarse a los
sentimientos del corazón de Cristo para amar a Dios y al prójimo como Cristo
mismo ama. Y todos nosotros podemos dejarnos transformar el corazón y aprender
a amar como Cristo, en una familiaridad con él alimentada con la oración, con
la meditación sobre la Palabra de Dios y con los sacramentos, sobre todo
recibiendo frecuentemente y con devoción la sagrada Comunión. También Catalina
pertenece a la legión de santos eucarísticos con los cuales quise concluir mi
exhortación apostólica Sacramentum caritatis (cf. n. 94). Queridos hermanos y
hermanas, la Eucaristía es un extraordinario don de amor que Dios nos renueva
continuamente para alimentar nuestro camino de fe, fortalecer nuestra
esperanza, inflamar nuestra caridad, para hacernos cada vez más semejantes a
él.
En
torno a una personalidad tan fuerte y auténtica se fue constituyendo una
verdadera familia espiritual. Se trataba de personas fascinadas por la
autoridad moral de esta joven de elevadísimo nivel de vida, y a veces
impresionadas también por los fenómenos místicos a los que asistían, como los
frecuentes éxtasis. Muchos se pusieron a su servicio y sobre todo consideraron
un privilegio ser dirigidos espiritualmente por Catalina. La llamaban «mamá»
pues como hijos espirituales obtenían de ella el alimento del espíritu.
También
hoy la Iglesia recibe un gran beneficio del ejercicio de la maternidad
espiritual de numerosas mujeres, consagradas y laicas, que alimentan en las
almas el pensamiento de Dios, fortalecen la fe de la gente y orientan la vida
cristiana hacia cumbres cada vez más elevadas. «Hijo os declaro y os llamo
—escribe Catalina dirigiéndose a uno de sus hijos espirituales, el cartujo
Giovanni Sabbatini—, en cuanto yo os doy a luz mediante continuas oraciones y
deseo en presencia de Dios, como una madre da a luz a su hijo» (Epistolario,
carta n. 141: A don Giovanni de’ Sabbatini). Al fraile dominico Bartolomeo de
Dominici solía dirigirse con estas palabras: «Amadísimo y queridísimo hermano e
hijo en Cristo dulce Jesús».
Otro
rasgo de la espiritualidad de Catalina está vinculado al don de lágrimas. Estas
expresan una sensibilidad exquisita y profunda, capacidad de conmoción y de
ternura. No pocos santos han tenido el don de lágrimas, renovando la emoción de
Jesús mismo, que no retuvo ni escondió su llanto ante el sepulcro del amigo
Lázaro y ante el dolor de María y de Marta, y a la vista de Jerusalén, en sus
últimos días terrenos. Según Catalina, las lágrimas de los santos se mezclan
con la sangre de Cristo, de la cual ella habló con tonos vibrantes e imágenes
simbólicas muy eficaces: «Haced memoria de Cristo crucificado, Dios y hombre
(…). Poneos como objetivo a Cristo crucificado, escondiéndoos en las llagas de
Cristo crucificado; sumergíos en la sangre de Cristo crucificado» (Epistolario,
carta n. 21: A uno cuyo nombre se calla).
Aquí
podemos comprender por qué Catalina, aun consciente de las faltas humanas de
los sacerdotes, siempre tuvo una grandísima reverencia por ellos, pues
dispensan, mediante los sacramentos y la Palabra, la fuerza salvífica de la
sangre de Cristo. La santa de Siena siempre invitó a los ministros sagrados,
incluso al Papa, a quien llamaba «dulce Cristo en la tierra», a ser fieles a
sus responsabilidades, impulsada siempre y solamente por su amor profundo y
constante a la Iglesia. Antes de morir dijo: «Al separarme de mi cuerpo yo, en
verdad, he consumido y dado la vida en la Iglesia y por la Iglesia santa, lo
cual es una singularísima gracia» (Raimundo de Capua, Santa Caterina da Siena,
Legenda maior, n. 363).
De
santa Catalina, por tanto, aprendemos la ciencia más sublime: conocer y amar a
Jesucristo y a su Iglesia. En El Diálogo de la Divina Providencia, ella, con
una imagen singular, describe a Cristo como un puente tendido entre el cielo y
la tierra. Está formado por tres escalones constituidos por los pies, el
costado y la boca de Jesús. Elevándose a través de estos escalones, el alma
pasa por las tres etapas de todo camino de santificación: el alejamiento del
pecado, la práctica de la virtud y del amor, y la unión dulce y afectuosa con
Dios.
Queridos
hermanos y hermanas, aprendamos de santa Catalina a amar con valentía, de modo
intenso y sincero, a Cristo y a la Iglesia. Por esto, hagamos nuestras las
palabras de santa Catalina que leemos en El Diálogo de la Divina Providencia,
como conclusión del capítulo que habla de Cristo-puente: «Por misericordia nos
has lavado en la sangre, por misericordia quisiste conversar con las criaturas.
¡Oh loco de amor! ¡No te bastó encarnarte, sino que quisiste también morir!
(...) ¡Oh misericordia! El corazón se me ahoga al pensar en ti, porque
adondequiera que dirija mi pensamiento, no encuentro sino misericordia» (cap.
30, pp. 79-80). Gracias."
Fuente: www.vatican.va
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