“Su vida y su misión son una
maravillosa obra de Dios”. Así
resumía la vida de Benedicto XVI, hace algunas semanas, el profesor y teólogo
de Colombo Anton Meemana. Quizá muchos recordarán la célebre homilía que pronunció
el Cardenal Ratzinger, entonces Decano del Colegio Cardenalicio, en las
exequias de Juan Pablo II. Toda ella giró en torno al diálogo, compuesto de
llamada y respuesta, entre Dios y el santo Papa difunto: a cada “sígueme” de
Jesús, siguió el “aquí estoy” de Karol Wojtyla. Y es ese diálogo el secreto que
transforma una vida humana en una maravillosa obra de Dios. Igualmente lo ha sabido hacer Joseph
Ratzinger; dotado de talentos muy superiores a la media común de los hombres
buenos e inteligentes, prefirió no brillar con colores propios, sino poner toda
su vida talentosa al servicio de Dios y de su Iglesia santa: toda su riqueza la
invirtió en la Iglesia y quiso que fructificara solo para ella. Por eso su
figura permanecerá incólume entre los grandes de la Iglesia. Dotado de una
sensibilidad estética casi angelical, su vida está también marcada por el
empeño de mostrarnos la belleza del Logos divino, de la verdad, de la fe, del
culto católico. Ante un mundo famélico y anoréxico de trascendencia, Benedicto
XVI nos ha ofrecido con su vida y su magisterio un manjar suculento de verdad y
belleza. Unidos en la oración, millones de fieles te decimos hoy, Papa
Benedicto: gracias y muchas felicidades.
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