Conservo entre mis
papeles un viejo recorte de diario, con un artículo del filósofo alemán Josef
Pieper sobre el celibato sacerdotal. Se publicó en el suplemento dominical Artes y Letras (E 17) del periódico El
Mercurio de Santiago de Chile, el 10 de julio de 1988. Aunque escrito hace 25
años, creo que mantiene intacta su actualidad y frescura. Lo he transcrito para el blog tal como
apareció en su día -desconozco si está publicado en otro lugar- con la
finalidad de volver a presentar el pensamiento siempre fino y sutil de Pieper, sobre
una realidad que desde antiguo ha ornamentado, a modo de joya preciosa, la
corona del sacerdocio católico. (El párrafo destacado es mío).
¿CÓMO DISCUTIR ACERCA DEL CELIBATO SACERDOTAL?
Por Josef Pieper
Si
la Iglesia solicitara oficialmente mi opinión sobre la asociación entre la
consagración sacerdotal y celibato obligatorio me abstendría de responder. Que esto quede claro de partida. No tengo la
menor intención de dar consejos a los personeros eclesiásticos. Como todo el
mundo sabe, sacerdocio y celibato por naturaleza no van necesariamente unidos y
de ello no se siguen forzosamente argumentos a favor o en contra de la
asociación que de hecho ambos tienen; sólo pueden traerse a colación los
motivos que redundan en la conveniencia de esta práctica, deseable y necesaria
para la Iglesia. Para poder hablar del tema en forma competente, sería
indispensable contar con una experiencia mucho más profunda y amplia que la que
pueden facilitar las estadísticas de cualquier índole. ¿Quién puede pretender
que cuenta con esta experiencia? Mi observación, en todo caso, no intenta
pronunciarse así como así “a favor” o “en contra” de lo que ha sido hasta ahora
costumbre en la Iglesia. Sólo deseo señalar algunos puntos de reflexión, que,
según creo, no se mencionan demasiado en las actuales discusiones en torno al
tema.
Es
cierto que, como ya se ha dicho, no existe una relación esencial, es decir
inherente a la naturaleza de ambos, entre sacerdocio y celibato. Esto no lo
sostiene nadie. No obstante hay una correspondencia interna entre ambos. Ella
varía de acuerdo a la persona que juzga, porque depende de lo que ésta
considere como núcleo de la función sacerdotal. Si se considera al sacerdote primordialmente como un predicador, como
alguien que “medita la palabra”, como el organizador de la vida comunitaria,
como el que preside el culto divino dominical, de hecho no habría mayor motivo
para que permaneciese célibe. Pero ciertamente para quien ve en el sacerdote,
de acuerdo con la verdadera teología y con la doctrina oficial de la Iglesia y
del Concilio Vaticano II, ante todo a quien gracias a su consagración tiene la
plena potestad de realizar el misterio divino, para quien ve en él al elegido
que presenta, ante toda la Iglesia, el sacrificio eucarístico en la persona de
Cristo, ése verá al menos un profundo sentido en la correlación de la misión
sacerdotal con una forma también sacerdotal de vida, que incluye el celibato, y
podrá comprender la armonía interna de ambas. En consecuencia, quizá se debiera
aclarar antes de discutir la pregunta “celibato ¿sí o no?, esta otra pregunta:
¿Qué es un sacerdote?
Es
ciertamente inquietante que, en lo que a este punto se refiere, predomine
dentro del estamento sacerdotal una inseguridad que afecta la base misma. De
hecho, la encontramos por doquier. Está presente en la respuesta de aquel
párroco estudiantil de Amsterdam, quien al preguntársele si se le hacía duro no
poder ya celebrar la Santa Misa después de su matrimonio respondió que “mucho
más importante le era predicar”. Esta idea actualmente se manifiesta en la
frase, muy discutible (pero representativa) contenida en un comentario acerca
del decreto sacerdotal del Concilio Vaticano II: “el compromiso más poderoso
del sacerdote” estaría en la acción pastoral y en el mensaje, en tanto que los
actos sacramentales, sobre todo la Santa Misa, estarían en gran parte expuestos
al deterioro, de acuerdo a la experiencia.
Es
obvio que la tan invocada “conciencia de la propia dignidad” del sacerdote no
estaría de hecho en concordancia con lo que la Iglesia dice acerca del
sacerdocio. Podrán invocarse motivos de índole fisiológica, sociológica, tal
vez incluso teológica para explicar esta contradicción. Sin embargo, en mi
simple condición de persona cristiana, yo no sabría dar, en tal situación,
ningún consejo más serio ni mejor que éste: inmunizarse contra opiniones
individuales efectistas, sobre todo si lo que pretenden es interpretar el Nuevo
Testamento y usar desvergonzadamente la doctrina oficial de la propia Iglesia.
Si
la motivación verdadera y última del celibato sacerdotal radica realmente en la
correlación única en su género, con la persona de Cristo, de partida tiene que
parecer muy discutible, por decir lo menos, el que se pretenda plantear en
absoluto este tema como objeto de una “encuesta de opinión” o de una campaña
plebiscitaria político-eclesial. La negativa formal y expresa a dar su voto por
parte de una sorprendente cantidad de sacerdotes consultados, en cuanto se les
remita consciente o inconscientemente a este motivo, es un signo magnífico y
alentador. Es cierto que la auténtica convicción del pueblo creyente, vale
decir, de todos los individuos miembros de la Iglesia, ya se trate de
sacerdotes o seglares, es, sin lugar a dudas, no sólo representativa, sino que
también es, en cierto sentido, normativa en su significado. Esta convicción,
sin embargo, debido a su naturaleza, no puede consultarse lisa y llanamente al
modo de una comprobación de datos estadísticos. Tal vez el propio consultado no
la tenga tan presente como para formularla de buenas a primeras.
La
discusión en torno al celibato, naturalmente, no involucra tan sólo la idea que
se tiene acerca de la esencia del sacerdocio, sino que también la concepción
del ser humano en su conjunto. De tal modo que, nuevamente habría quizás que
preguntarse, antes de discutir acerca del celibato, sobre la imagen del hombre,
por ejemplo, sobre el significado de la sexualidad en la existencia considerada
como un todo. Habría que clarificar, ante todo, que el ser humano integral es
hombre o mujer, pero que, no obstante, la realización plena de la persona
humana, como lo señalan tanto la simple experiencia cotidiana como los estudios
antropológico-filosóficos, no está ligada al ejercicio del acto sexual. Quien
afirme lo contrario estaría confundiendo y desconociendo no sólo la dignidad de
la “virginidad”, sino que al mismo tiempo el sentido y la realidad del
matrimonio desde su fundamento mismo.
Al
decir “virginidad” por fin –reconozco que se trata de un vocablo que, usado en
relación con el varón, tiene una connotación casi siniestra para nuestra
sensibilidad idiomática- hemos traído un tema que, curiosamente, casi nunca se
menciona en la discusión pública en torno al celibato, pese a que la
prohibición de casarse para el sacerdote no es más que un caso especial de
soltería consagrada a Dios. Es verdad, por supuesto, que este tema no puede ser
en modo alguno objeto de discusiones televisivas o conferencias públicas. Que
la soltería, como afirman los padres de la Iglesia y los maestros de la fe, no
es un valor en sí misma, sino en cuanto se oriente a Dios y en cuanto sea capaz
de liberar al ser humano para las cosas divinas, remontándose por sobre todo lo
que es organización externa; que el celibato consagrado, según la
interpretación oficial, por así decir, de la Iglesia orante, se funda en el
mismo misterio que confiere su dignidad a la unión matrimonial del hombre y la
mujer, tal como lo expresa la liturgia de consagración de vírgenes: todo esto
puede ser meditado, explicado y aclarado tan sólo en la célula más íntima de la
Iglesia misma, en el aliento vital de la contemplación, que en la fe se abre al
misterio.
Fuente: El
Mercurio. (Santiago de Chile) Domingo 10 de julio 1988. Suplemento Artes y Letras, E 17.
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