viernes, 26 de abril de 2013

PENSANDO EL CELIBATO CON PROFUNDIDAD


Conservo entre mis papeles un viejo recorte de diario, con un artículo del filósofo alemán Josef Pieper sobre el celibato sacerdotal. Se publicó en el suplemento dominical Artes y Letras (E 17) del periódico El Mercurio de Santiago de Chile, el 10 de julio de 1988. Aunque escrito hace 25 años, creo que mantiene intacta su actualidad y frescura.  Lo he transcrito para el blog tal como apareció en su día -desconozco si está publicado en otro lugar- con la finalidad de volver a presentar el pensamiento siempre fino y sutil de Pieper, sobre una realidad que desde antiguo ha ornamentado, a modo de joya preciosa, la corona del sacerdocio católico. (El párrafo destacado es mío).


¿CÓMO DISCUTIR ACERCA DEL CELIBATO SACERDOTAL?

Por Josef Pieper

Si la Iglesia solicitara oficialmente mi opinión sobre la asociación entre la consagración sacerdotal y celibato obligatorio me abstendría de responder.  Que esto quede claro de partida. No tengo la menor intención de dar consejos a los personeros eclesiásticos. Como todo el mundo sabe, sacerdocio y celibato por naturaleza no van necesariamente unidos y de ello no se siguen forzosamente argumentos a favor o en contra de la asociación que de hecho ambos tienen; sólo pueden traerse a colación los motivos que redundan en la conveniencia de esta práctica, deseable y necesaria para la Iglesia. Para poder hablar del tema en forma competente, sería indispensable contar con una experiencia mucho más profunda y amplia que la que pueden facilitar las estadísticas de cualquier índole. ¿Quién puede pretender que cuenta con esta experiencia? Mi observación, en todo caso, no intenta pronunciarse así como así “a favor” o “en contra” de lo que ha sido hasta ahora costumbre en la Iglesia. Sólo deseo señalar algunos puntos de reflexión, que, según creo, no se mencionan demasiado en las actuales discusiones en torno al tema.
Es cierto que, como ya se ha dicho, no existe una relación esencial, es decir inherente a la naturaleza de ambos, entre sacerdocio y celibato. Esto no lo sostiene nadie. No obstante hay una correspondencia interna entre ambos. Ella varía de acuerdo a la persona que juzga, porque depende de lo que ésta considere como núcleo de la función sacerdotal. Si se considera al sacerdote primordialmente como un predicador, como alguien que “medita la palabra”, como el organizador de la vida comunitaria, como el que preside el culto divino dominical, de hecho no habría mayor motivo para que permaneciese célibe. Pero ciertamente para quien ve en el sacerdote, de acuerdo con la verdadera teología y con la doctrina oficial de la Iglesia y del Concilio Vaticano II, ante todo a quien gracias a su consagración tiene la plena potestad de realizar el misterio divino, para quien ve en él al elegido que presenta, ante toda la Iglesia, el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo, ése verá al menos un profundo sentido en la correlación de la misión sacerdotal con una forma también sacerdotal de vida, que incluye el celibato, y podrá comprender la armonía interna de ambas. En consecuencia, quizá se debiera aclarar antes de discutir la pregunta “celibato ¿sí o no?, esta otra pregunta: ¿Qué es un sacerdote?
Es ciertamente inquietante que, en lo que a este punto se refiere, predomine dentro del estamento sacerdotal una inseguridad que afecta la base misma. De hecho, la encontramos por doquier. Está presente en la respuesta de aquel párroco estudiantil de Amsterdam, quien al preguntársele si se le hacía duro no poder ya celebrar la Santa Misa después de su matrimonio respondió que “mucho más importante le era predicar”. Esta idea actualmente se manifiesta en la frase, muy discutible (pero representativa) contenida en un comentario acerca del decreto sacerdotal del Concilio Vaticano II: “el compromiso más poderoso del sacerdote” estaría en la acción pastoral y en el mensaje, en tanto que los actos sacramentales, sobre todo la Santa Misa, estarían en gran parte expuestos al deterioro, de acuerdo a la experiencia.
Es obvio que la tan invocada “conciencia de la propia dignidad” del sacerdote no estaría de hecho en concordancia con lo que la Iglesia dice acerca del sacerdocio. Podrán invocarse motivos de índole fisiológica, sociológica, tal vez incluso teológica para explicar esta contradicción. Sin embargo, en mi simple condición de persona cristiana, yo no sabría dar, en tal situación, ningún consejo más serio ni mejor que éste: inmunizarse contra opiniones individuales efectistas, sobre todo si lo que pretenden es interpretar el Nuevo Testamento y usar desvergonzadamente la doctrina oficial de la propia Iglesia.
Si la motivación verdadera y última del celibato sacerdotal radica realmente en la correlación única en su género, con la persona de Cristo, de partida tiene que parecer muy discutible, por decir lo menos, el que se pretenda plantear en absoluto este tema como objeto de una “encuesta de opinión” o de una campaña plebiscitaria político-eclesial. La negativa formal y expresa a dar su voto por parte de una sorprendente cantidad de sacerdotes consultados, en cuanto se les remita consciente o inconscientemente a este motivo, es un signo magnífico y alentador. Es cierto que la auténtica convicción del pueblo creyente, vale decir, de todos los individuos miembros de la Iglesia, ya se trate de sacerdotes o seglares, es, sin lugar a dudas, no sólo representativa, sino que también es, en cierto sentido, normativa en su significado. Esta convicción, sin embargo, debido a su naturaleza, no puede consultarse lisa y llanamente al modo de una comprobación de datos estadísticos. Tal vez el propio consultado no la tenga tan presente como para formularla de buenas a primeras.
La discusión en torno al celibato, naturalmente, no involucra tan sólo la idea que se tiene acerca de la esencia del sacerdocio, sino que también la concepción del ser humano en su conjunto. De tal modo que, nuevamente habría quizás que preguntarse, antes de discutir acerca del celibato, sobre la imagen del hombre, por ejemplo, sobre el significado de la sexualidad en la existencia considerada como un todo. Habría que clarificar, ante todo, que el ser humano integral es hombre o mujer, pero que, no obstante, la realización plena de la persona humana, como lo señalan tanto la simple experiencia cotidiana como los estudios antropológico-filosóficos, no está ligada al ejercicio del acto sexual. Quien afirme lo contrario estaría confundiendo y desconociendo no sólo la dignidad de la “virginidad”, sino que al mismo tiempo el sentido y la realidad del matrimonio desde su fundamento mismo.
Al decir “virginidad” por fin –reconozco que se trata de un vocablo que, usado en relación con el varón, tiene una connotación casi siniestra para nuestra sensibilidad idiomática- hemos traído un tema que, curiosamente, casi nunca se menciona en la discusión pública en torno al celibato, pese a que la prohibición de casarse para el sacerdote no es más que un caso especial de soltería consagrada a Dios. Es verdad, por supuesto, que este tema no puede ser en modo alguno objeto de discusiones televisivas o conferencias públicas. Que la soltería, como afirman los padres de la Iglesia y los maestros de la fe, no es un valor en sí misma, sino en cuanto se oriente a Dios y en cuanto sea capaz de liberar al ser humano para las cosas divinas, remontándose por sobre todo lo que es organización externa; que el celibato consagrado, según la interpretación oficial, por así decir, de la Iglesia orante, se funda en el mismo misterio que confiere su dignidad a la unión matrimonial del hombre y la mujer, tal como lo expresa la liturgia de consagración de vírgenes: todo esto puede ser meditado, explicado y aclarado tan sólo en la célula más íntima de la Iglesia misma, en el aliento vital de la contemplación, que en la fe se abre al misterio.

Fuente: El Mercurio. (Santiago de Chile) Domingo 10 de julio 1988. Suplemento Artes y Letras, E 17.

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