Justo hace ocho años, tras la fumata blanca de aquella hermosa tarde
primaveral del 19 de abril de 2005, el mundo entero esperaba con ansiedad el anuncio
del nuevo Papa que sucedería a Juan Pablo II tras su largo y fecundo Pontificado.
Nadie negaba las notables condiciones del entonces Cardenal Ratzinger para
sucederlo y su carácter de favorito; incluso algún medio informó que el Papa
enfermo habría manifestado privadamente su deseo de que él fuera su sucesor.
Sin embargo la edad, los frecuentes ataques de la prensa liberal hacia su
persona y los deseos de retirarse manifestados más de una vez al Papa, dejaban
espacio para la incógnita. Si al padre Lombardi, actual vocero del Vaticano, lo
acaban de seleccionar para otorgarle un premio como comunicador, al entonces
Cardenal chileno Jorge Medina Estévez que anunció a la Iglesia y al mundo el
nuevo Papa, merecería otorgársele medalla de oro. ¡Qué bien lo hizo! Desde el
balcón central de la logia de la Basílica de San Pedro, en el transcurso de
tres minutos que se hicieron eternos, frente a una muchedumbre que a cada
palabra se agitaba en alborozo, casi como jugando con el mundo entero,
manifestando ser un genio de la dramaturgia –en expresión de Peter Seewald-, el
Cardenal protodiácono hizo retumbar su voz: “…Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem Ratzinger”. Y un estampido de
voces, aplausos, abrazos, de agitación de banderas, y de otras tantas
expresiones de gozo, no se hicieron esperar. Me place recordar con detalle lo
ocurrido aquel día porque creo permanecerá como un día glorioso en los anales
de la historia de la Iglesia y, en mi memoria, como uno de los acontecimientos
más dichosos que me ha tocado vivir. Y estoy convencido que la dicha de ese día ya nunca cesará.
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