La célebre frase atribuida universalmente a Sócrates «sólo
sé que nada sé» inmortalizó un principio básico del saber recto: solo una actitud
humilde de la inteligencia (nada sé) nos pone en óptimas condiciones de captar la realidad objetiva del mundo y del hombre. En el ámbito
religioso sucede algo muy similar; solamente la conciencia de que no somos nada
nos acerca al que lo es todo, Dios Creador nuestro. Esta percepción de radical
insuficiencia está en la base de la vida de los santos, los amigos íntimos de
Dios. Así lo refleja un breve ensayo sobre Catalina de Siena.
* * *
«¿No se creería uno estar escuchando el
eco de la lección fundamental recibida en la diminuta celda de Siena: «Hija
mía —le había dicho el Señor—, sabes quién eres tú y quién soy Yo? Si
posees este doble conocimiento, serás feliz. Tú eres la que no es; Yo soy el
que soy.»
Lección corta, de fecundidad inagotable, que guio la vida entera de Catalina y puso en su oración el distintivo de la humildad. La santa debía de pensar en esto, sin duda, cuando se explayaba con impetuoso entusiasmo:
¡Oh Bien supremo y eterno! ¿Quién, pues, te indujo a
Ti, Dios infinito, a iluminarme con la luz de tu verdad, a mí, tu pequeña
criatura? Sólo Tú, Fuego de amor. Siempre el Amor, el Amor sólo, te impulsó y
te impulsa a crear a tu imagen y semejanza tus criaturas racionales y a tener
misericordia de ellas, colmándolas de gracias infinitas y de dones sin
mesura...
En cuanto a mí, soy la que no es. Si dijera que soy algo por mí misma, mentiría, sería hija del demonio, padre de la mentira. Tú sólo eres el que es.
Magnánima humildad. Sentía esta alma
transparente irresistible necesidad de hacer justicia al infinito; un
movimiento irreprimible le forzaba a rebajarse, a prosternarse ante «el que
es». Escuchadla orar: «Yo hablaré al Señor —decía el Patriarca
Abraham—aunque no sea más que polvo y ceniza.» Así Catalina: sus oraciones
comienzan por un grito de humildad, de sumisión, de adoración; no puede olvidar
quién es y a quién se dirige:
¡Oh soberana y eterna Bondad! ¡Ay! ¿Qué soy, pues,
miserable para que Tú, padre eterno y soberano, me hayas manifestado la
Verdad?...
Por Ti, oh médico celeste, amor inefable de mi alma, suspiro con ardor. Oh Trinidad eterna e infinita, recurro a Ti, a pesar de mi pequeñez, y te suplico en unión con el cuerpo místico de la Santa Iglesia, que purifiques con tu gracia toda mancha de mi alma.
Ahora bien, no solamente tiene la
humildad esencial de toda criatura que conoce su origen, sino esta otra
humildad—más penosa a la naturaleza— del pecador que conoce su historia. La
persigue el recuerdo de sus faltas.
Mas ¿qué desórdenes, se preguntará el lector, podía llorar esta privilegiada de la gracia que jamás conoció el pecado mortal?
La conciencia de los santos tiene delicadezas que nos asombran y nos desconciertan. Y, sin embargo, tienen razón. Además de que Catalina no cesó nunca de reprocharse con amargura la tibieza en que la sumió su hermana Bonaventura, atribuía particular gravedad a sus faltas de omisión de las que se acusó hasta el último momento, persuadida de que estas faltas eran la causa de los desfallecimientos de sus discípulos y las desventuras de la Iglesia: si su oración hubiese sido más ferviente ¿no hubiera evitado los azotes que ella ya veía cernerse sobre la cristiandad? «Si yo estuviera totalmente inflamada por el fuego del amor divino, decía a su confesor ¿no rezaría a mi Creador con un corazón de llamas, y El, soberanamente misericordioso, no se apiadaría de todos mis hermanos y les concedería el estar inflamados por el fuego que estaría en mí? ¿Cuál es el obstáculo para este gran bien? Mis pecados, sin duda». Se reprocha, pues, con amargura, no corresponder a la gracia. Con frecuencia, en su oración, cuando el impulso de la caridad parecía arrebatarla, se detenía de repente, como ante un obstáculo que amenazara quebrar el impulso de su oración, y se le oía acusarse:
¡Señor, yo he pecado; ten piedad de mí! Seguí en todo
momento la ley perversa que hay en mí... No te he conocido a Ti, Luz verdadera.
Y con todo le plugo a tu caridad iluminarme... Yo no he sabido guardar mi memoria llena sólo de Ti y de tus beneficios inmensos. No he fijado mi inteligencia conforme a tu voluntad, no me he aplicado únicamente a buscar tu agrado; tampoco mi voluntad se ha empleado en amarte con todas sus fuerzas y sin mesura, como Tú me lo pedías. Yo te he ofendido».
(M.V. Bernadot, O.P., Santa Catalina
de Siena al Servicio de la Iglesia, Madrid 1958, pp. 20-23. Los destacados
son nuestros).
«…no busquéis ni paz ni quietud más que en Cristo crucificado; concebid el hambre en la mesa de la cruz al honor de Dios, a la salvación de las almas y reforma de la santa Iglesia. A la cual hoy vemos en tanta necesidad, que para guardarla hay que salir del bosque y desampararse a sí mismo. Viendo que se puede hacer fruto en ella, no es para pararse ni decir “no tendría mi paz” (…) A ver si en verdad hemos concebido amor a la reforma de la santa Iglesia; porque si en verdad es así, seguiréis la voluntad de Dios y de su vicario, saldréis del bosque, y entraréis en el campo de batalla. Pero si no lo hacéis, os apartaréis de la voluntad de Dios» (Carta 326, a los hermanos Guillermo de Inglaterra y Antonio de Niza, eremitas de la Orden de San Agustín en Lecceto, traducción propia).
ResponderEliminar«…la obediencia divina nunca nos saca de la obediencia al vicario de Cristo; y, cuanto más perfecta es aquella, más perfecta es ésta. Y siempre a sus órdenes debemos ser súbditos y obedecer hasta la muerte. Aunque la obediencia pareciera indiscreta, y privarnos de la paz y consolación del alma, nosotros debemos obedecer: y haciendo lo contrario, pienso que es gran imperfección y engaño del demonio. (…) La intención de la criatura no puede ni debe ser juzgada; pero si se conoce algún defecto, que lo veríamos en efecto, no debemos juzgar la intención, sino con gran compasión llevarlo delante de Dios. Lo contrario se hace como engañados por nuestro parecer. (…) Con la venida y estancia vuestra y del hermano Guillermo sea hecha la voluntad de Dios…» (Carta 328, al hermano Antonio de Niza, traducción propia).
«…sea como sea, bueno o malo, no debemos retraernos de nuestro deber porque la reverencia no se le hace a él por él mismo, sino a la Sangre de Cristo y a la autoridad y dignidad que Dios le ha dado para nosotros. Esta autoridad y dignidad no disminuyen por ningún defecto que tenga... Además, por su defecto no nos quita la necesidad que tenemos de él; debemos ser agradecidos y reconocidos, haciendo lo que se pueda hacer en beneficio de la Santa Iglesia y por amor de las llaves que Dios le ha dado» (Carta 311, a los señores defensores del pueblo y a la comunidad de Siena).
«…Y yo os digo que Dios lo quiere y así lo tiene mandado: que aunque los Pastores y el Cristo en la tierra fuesen demonios encarnados y no un padre bueno y benigno, nos conviene ser súbditos y obedientes a él, no por sí mismos (non per loro in quanto loro), sino por obediencia a Dios, como vicario de Cristo; porque Él quiere que hagamos así. Vosotros sabéis que el hijo nunca tiene razón contra su padre, aunque éste sea malvado, y reciba agravio de él tanto como quiera; porque es tan grande el beneficio de ser que ha recibido de su padre, que por nada le puede retribuir tanta deuda. Ahora bien, pensad que es tan grande el beneficio de ser y el beneficio de gracia que recibimos del cuerpo místico de la santa Iglesia, que ninguna reverencia ni acto que hagamos o quisiéramos hacer podría bastar para saldar esta deuda...» (Carta 207, a los señores de Florencia).