«Quiero que penséis que ese rostro, al que escupieron con tanta dureza,
era el rostro mismo de Dios; la frente y las cejas ensangrentadas por la corona
de espinas, su cuerpo lacerado por el látigo y expuesto a las miradas, las
manos clavadas al madero y, después, su costado atravesado por la lanza, eran
la sangre y la carne sagrada, y las manos, y las sienes, y el costado, y los
pies de Dios mismo, eso era lo que aquella enloquecida muchedumbre estaba
mirando. Es una consideración tan tremenda que cuando lleguemos hasta el fondo
por primera vez, no podremos pensar en otra cosa. Contemplémosla y, al tiempo,
pidamos a Dios que la suavice un tanto, no sea que pueda con nosotros».
(San John H. Newman, Cuaresma con Newman.
Once sermones de cuaresma, Phrónimos, c. 6. Versión Kindle).
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