viernes, 18 de abril de 2025

LA PASIÓN DE CRISTO EN LA PINTURA. CORONACIÓN E IMPROPERIOS

Coronación de espinas e improperios. 
Atribuido al Maestro de la Sisla 
Imagen: wikipedia.org

Noche horrible y siniestra la que pasó nuestro Redentor luego de su prendimiento en el huerto. Es comprensible que la devoción cristiana haya fomentado largas noches de vela y vigilia –de jueves a viernes– en desagravio a esa noche de dolor y humillación que precedió la muerte de Jesús. Los pinceles siempre serán insuficientes para expresar en plenitud la inmensidad del dolor Cristo y la serena majestad con que los sobrellevó. Sin embargo, el genio artístico nos ha proporcionado a lo largo de los siglos obras maestras de la Pasión que nos ayudan a vislumbrar el misterio de ese sufrimiento. Con piedad y talento literario, escribe un autor contemporáneo:

«Podría parecer que los golpes y salivazos, las injurias y bofetadas, comenzaron solo cuando Jesús estuvo en manos de los soldados del César. Pero en realidad habían empezado desde el mismo prendimiento, por parte de la guardia del templo, y ahora, antes de ser llevado a Pilato, se redoblaron con nueva intensidad. «Los que custodiaban a Jesús se burlaban de él y lo golpeaban» (Lc 22, 63). Jesús quedaba a merced de aquellos guardias como un hombre sin derechos, sin honra, sin dignidad humana: podían tratarlo como se les antojara.

Es costumbre casi universal del mundo civilizado el respeto con que se trata a quien ha sido condenado a muerte. Ese respeto procede de la compasión humana hacia el que vive sus últimos momentos, y de la solemnidad que infunde el misterio de la muerte. Ni una ni otra cosa estuvieron presentes en el trato que recibió Cristo después de la sentencia del Sanedrín. La violencia física, que había comenzado con el prendimiento, se exacerbó tras la sentencia, y continuó hasta el momento mismo de presentar el caso ante el procurador romano.

En efecto, tras la condena Jesús fue entregado a los verdugos de su propio pueblo, quienes, autorizados y aun azuzados por sus jefes, «comenzaron a escupirle en la cara y a golpearle» (Mt 26, 67). Escupir a alguien, y más en la cara, es el gesto universal del sumo desprecio. Como esos guardias conocían bien la fama de profeta que tenía Jesús ante el pueblo (Mt 16, 14), no iban a desperdiciar la ocasión de ponerlo en ridículo. Y así, «tapándole la cara» (Mc 14, 65), «los que le abofeteaban decían: “Adivina, mesías, ¿quién es el que te golpeó?”» (Mt 26, 68). «Y otras muchas injurias decían contra él» (Lc 22, 65).

Un juego infantil ya inventado en la antigüedad, semejante a nuestra gallinita ciega, comenzó a practicarse con la víctima en su versión más humillante. Esos lacayos tenían en su poder al hombre indefenso que sus autoridades habían puesto a su merced, con la recomendación tácita o expresa de hacer con él lo que se les antojara, como si les hubieran dicho: allí tenéis a vuestro rey mesías, rendidle los homenajes que le corresponden. Y no ignoramos el frenesí de los peores instintos, y los grados de crueldad que pueden alcanzar esas masacres, sobre todo cuando son legitimadas por la jefatura.

La Burla de Cristo. Maestro de Messkirch

¿Cómo pasó Jesús el resto de la noche, que poca debía quedar ya? Seguramente en la mazmorra o el calabozo que habría en el palacio del tribunal, donde sus guardianes no le darían tregua: algo quedaba todavía de su rostro sin escupir, algo de su honra sin mancillar. Así hasta que se cansaron y se echaron a dormitar. Jesús, en tanto, oraba por ellos, y por todos los verdugos que le esperaban todavía hasta el descanso de la muerte, y por nosotros los pecadores todos, que no lo tratamos mejor que ellos.

Golpes y más golpes hasta que el sueño los venció. En los bajos fondos del alma hay alegría, una vil alegría, cuando la manifiesta superioridad de un hombre, que roza los cielos, queda entregada en manos de los inferiores empoderados, abandonada al capricho de sus instintos, y quizá al peor de todos ellos: la humillación de la grandeza, la venganza de la bajeza ante todo lo que es superior, el pisoteo de lo sublime, la profanación de lo sagrado.

Cuando lo más alto está en poder de lo más bajo, y lo superior a merced de lo inferior, el peor de los resentimientos humanos se toma su desquite, y practica con júbilo esa inversión de todas las jerarquías del espíritu en su forma perfecta: la profanación.

«Pueblo mío, ¿qué te he hecho, o en qué te he contristado? ¡Respóndeme!» (Mi 6, 3). ¿Acaso por los ciegos, leprosos, paralíticos tuyos a quienes devolví la salud? ¿Acaso por las parábolas sin número con que te revelé los misterios del reino de los cielos? ¿Acaso por los demonios que de ti expulsé, por los muchos pecados que te perdoné?».

(José Miguel Ibáñez Langlois, La Pasión de Cristo, Rialp, Madrid 2021, pp. 85-88).


 



 

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