«Las misas de la semana de Pascua nos van recordando en sus evangelios
las diversas apariciones de Cristo resucitado. La primera y una de las más
conmovedoras es en la que Jesús se manifestó a María Magdalena. (Jn 20,
11.18). En este episodio María se nos presenta de nuevo con su inconfundible carácter
de alma completamente arrebatada por el amor de Dios. Llega al sepulcro, y
apenas «ve la piedra quitada del monumento», un solo pensamiento la obsesiona: «Han
quitado al Señor del sepulcro»: ¿quién habrá sido?, ¿dónde le habrán puesto? Y
va preguntando a todos los que encuentra, creyéndolos a todos dominados por la
misma idea, por esa misma ansia en que ella se abrasa: les pregunta a Pedro y a
Juan, a quienes ha venido a avisar, a los ángeles, al mismo Jesús. Las otras
mujeres, apenas advierten que está el sepulcro abierto, entran en él para ver
lo que ha pasado; ella corre a toda prisa para comunicar la noticia a los Apóstoles.
Y después vuelve: ¿qué va a hacer allí junto a la tumba vacía? No lo sabe, pero
su amor la arrastra hacia el sepulcro y la ata al lugar donde había sido
colocado el cuerpo del Maestro, aquel Cuerpo que ella quiere encontrar de nuevo
a toda costa.
Ve a los ángeles, pero no se maravilla ni se turba como las otras mujeres: el dolor absorbe su alma haciendo imposible cualquier otra emoción. Y cuando los ángeles le preguntan: ¿Por qué lloras mujer?, ella responde inmediatamente: «Porque han tomado a mi Señor y no sé dónde le han puesto». Poco después Jesús le hace la misma pregunta, y María absorta y ensimismada en sus pensamientos, no le reconoce, y creyendo que era el hortelano, le dice: «Señor, si lo has cogido tú, dime dónde lo has puesto, y yo lo tomaré». La obsesión por hallar de nuevo a Jesús domina de tal manera todo su ser que ni siquiera siente la necesidad de nombrarle; cree que todos piensan en su Jesús y que entenderán al vuelo su petición, como si todos estuviesen poseídos por el mismo estado de ánimo que vive ella.
Cuando el amor y el sedeo de Dios en han apoderado totalmente de un alma, hacen imposible que surjan en ella otros amores, otros deseos o preocupaciones. Todos sus movimientos están orientados hacia Dios, y el alma no hace más que buscar en todo únicamente a Dios». (Gabriel de S. M. Magdalena O.C.D. Intimidad Divina, Burgos 1961, p. 638).
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