El descendimiento de Cristo de la Cruz
ha inspirado pinturas extraordinarias y meditaciones sublimes. Es la hora de la
suprema «impotencia» de Dios, que nos obliga a intervenir, a apresurarnos para
darle pronta y piadosa sepultura en el corazón. ¡Al fin podemos sentirnos
útiles!
* * *
«Nicodemo y José de Arimatea —discípulos ocultos de Cristo— interceden por Él desde
los altos cargos que ocupan. En la hora de la soledad, del abandono total y del
desprecio…, entonces dan la cara audacter (Mc XV, 43) …: ¡valentía heroica!
Yo subiré con ellos al pie de la Cruz, me apretaré al Cuerpo frío, cadáver de Cristo, con el fuego de mi amor…, lo desclavaré con mis desagravios y mortificaciones…, lo envolveré con el lienzo nuevo de mi vida limpia, y lo enterraré en mi pecho de roca viva, de donde nadie me lo podrá arrancar, ¡y ahí, Señor, descansad!
Cuando todo el mundo os abandone y desprecie…, serviam!, os serviré, Señor» (San Josemaría Escrivá, Via Crucis, XIV, 1).
«Él no ha estado en tus brazos, Madre
de Dios, desde que era niño, y tienes ahora un motivo para reclamar, cuando el
mundo ha hecho lo peor, porque eres la favorecida, la bendecida, la agraciada
madre del Altísimo. Nos alegramos en este gran misterio. Él estuvo escondido en
tu seno, recostado en tu regazo, amamantado por tus pechos, llevado en tus brazos,
y ahora que está muerto es puesto sobre tus rodillas. Virgen Madre de Dios,
ruega por nosotros» (San John Henry Newman,
Via Crucis, XIII).
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