Padre
de los pobres, Dador de las gracias, Luz de los corazones, Consolador óptimo,
dulce Huésped del alma, son algunos de los nombres con que se invoca al
Espíritu Santo en la hermosa secuencia de la misa de Pentecostés, Veni Sancte Spiritus. La inhabitación
del Espíritu Santo en el alma en gracia, del dulce Huésped divino que se
asienta en lo más íntimo de nuestros corazones, es una realidad soberana y
sublime de nuestra vida cristiana.
Santo
Tomás de Aquino, comentando el artículo octavo del Símbolo Apostólico: “Creo en el Espíritu Santo”, ha sintetizado en cinco puntos la
acción fecunda y fructuosa que el Paráclito realiza en las almas que lo
hospedan.
«Muchos frutos produce en
nosotros el Espíritu Santo.
Primero: nos purifica de los pecados. La razón es, que
el mismo que construye, es el que repara. Mas el alma es creada por el Espíritu
Santo, porque Dios hace todas las cosas por medio de Él. En efecto, Dios amando
su bondad causa todo: «Amas todas las cosas que hiciste y no has odiado nada de
lo que hiciste» (Sab 11, 25).
Dionisio, en el cap. 4 De divinis
nominibus, dice: «El amor divino no soportó quedar estéril». Por
consiguiente, es natural que los corazones de los hombres, destruidos por el
pecado, sean reparados por el Espíritu Santo: «Envía tu Espíritu y serán
creados y renovarás la faz de la tierra (Ps
103, 20). Luego no es extraño que el Espíritu Santo purifique, porque todos los
pecados son perdonados a causa del amor: «Se le han perdonado muchos pecados,
porque ha amado mucho (Lc 7, 47). Y
en Prov 10, 12 se dice: «El amor
cubre todas las faltas»; e igualmente en 1 Pe
4, 8: «La caridad cubre multitud de pecados».
Segundo: ilumina el entendimiento, porque todo lo que
sabemos, del Espíritu Santo nos viene: «El Paráclito, el Espíritu Santo que enviará
el Padre en mi nombre, Él os enseñará todas las cosas y os recordará todo
cuanto yo os haya dicho» (Jn 14, 26).
E igualmente en 1 Jn 2, 27: «Su
unción os enseñará todo».
Tercero: ayuda y, en cierto modo, obliga a guardar los
mandamientos. Pues ninguno podría guardar los mandamientos de Dios si no amase
a Dios: «Si alguno me ama, guardará mis palabras» (Jn 14, 23). Mas el Espíritu Santo hace amar a Dios y por
consiguiente ayuda: «Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo en
medio de vosotros; quitaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne y
pondré mi espíritu en medio de vosotros; y haré que caminéis en mis preceptos y
que guardéis mis normas» (Ez 36, 26).
Cuarto: confirma en la esperanza de la vida eterna,
porque es prenda de aquella heredad. Dice el Apóstol en Ef 1, 13-14: «Habéis sido sellados con el Espíritu Santo de la
promesa, que es prenda de nuestra heredad». Pues es como las arras de la vida
eterna. Y la razón es la siguiente: la vida eterna se debe al hombre en cuanto
que éste se constituye en hijo de Dios, lo cual tiene lugar por una asimilación
a Cristo; pero uno se asemeja a Cristo en la medida en que tiene el Espíritu de
Cristo, que es el Espíritu Santo. En Rom
8, 15-16 dice el Apóstol: «Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud
para caer de nuevo en el temor, sino que habéis recibido el espíritu de hijos
adoptivos, que nos hace clamar: Abba, Padre. Este mismo Espíritu da testimonio
a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios». Y en Gal 4, 6 dice:«Como sois hijos, envió Dios a vuestros corazones el
Espíritu de su Hijo, que clama: Abba, Padre».
Quinto: aconseja en las dudas y nos da a conocer la
voluntad de Dios: «El que tenga oídos, oiga qué dice el Espíritu a las
iglesias (Ap 2, 7); e Is 1, 4: «Lo
escucharé como a un maestro». (Santo Tomás de Aquino, Exposición del Símbolo de los Apóstoles,
a. 8)
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