sábado, 3 de junio de 2017

DULCE HUÉSPED DEL ALMA

Padre de los pobres, Dador de las gracias, Luz de los corazones, Consolador óptimo, dulce Huésped del alma, son algunos de los nombres con que se invoca al Espíritu Santo en la hermosa secuencia de la misa de Pentecostés, Veni Sancte Spiritus. La inhabitación del Espíritu Santo en el alma en gracia, del dulce Huésped divino que se asienta en lo más íntimo de nuestros corazones, es una realidad soberana y sublime de nuestra vida cristiana.
Santo Tomás de Aquino, comentando el artículo octavo del Símbolo Apostólico: Creo en el Espíritu Santo, ha sintetizado en cinco puntos la acción fecunda y fructuosa que el Paráclito realiza en las almas que lo hospedan.


«Muchos frutos produce en nosotros el Espíritu Santo.  
Primero: nos purifica de los pecados. La razón es, que el mismo que construye, es el que repara. Mas el alma es creada por el Espíritu Santo, porque Dios hace todas las cosas por medio de Él. En efecto, Dios amando su bondad causa todo: «Amas todas las cosas que hiciste y no has odiado nada de lo que hiciste» (Sab 11, 25). Dionisio, en el cap. 4 De divinis nominibus, dice: «El amor divino no soportó quedar estéril». Por consiguiente, es natural que los corazones de los hombres, destruidos por el pecado, sean reparados por el Espíritu Santo: «Envía tu Espíritu y serán creados y renovarás la faz de la tierra (Ps 103, 20). Luego no es extraño que el Espíritu Santo purifique, porque todos los pecados son perdonados a causa del amor: «Se le han perdonado muchos pecados, porque ha amado mucho (Lc 7, 47). Y en Prov 10, 12 se dice: «El amor cubre todas las faltas»; e igualmente en 1 Pe 4, 8: «La caridad cubre multitud de pecados».
Segundo: ilumina el entendimiento, porque todo lo que sabemos, del Espíritu Santo nos viene: «El Paráclito, el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, Él os enseñará todas las cosas y os recordará todo cuanto yo os haya dicho» (Jn 14, 26). E igualmente en 1 Jn 2, 27: «Su unción os enseñará todo».
Tercero: ayuda y, en cierto modo, obliga a guardar los mandamientos. Pues ninguno podría guardar los mandamientos de Dios si no amase a Dios: «Si alguno me ama, guardará mis palabras» (Jn 14, 23). Mas el Espíritu Santo hace amar a Dios y por consiguiente ayuda: «Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo en medio de vosotros; quitaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne y pondré mi espíritu en medio de vosotros; y haré que caminéis en mis preceptos y que guardéis mis normas» (Ez 36, 26).
Cuarto: confirma en la esperanza de la vida eterna, porque es prenda de aquella heredad. Dice el Apóstol en Ef 1, 13-14: «Habéis sido sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es prenda de nuestra heredad». Pues es como las arras de la vida eterna. Y la razón es la siguiente: la vida eterna se debe al hombre en cuanto que éste se constituye en hijo de Dios, lo cual tiene lugar por una asimilación a Cristo; pero uno se asemeja a Cristo en la medida en que tiene el Espíritu de Cristo, que es el Espíritu Santo. En Rom 8, 15-16 dice el Apóstol: «Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud para caer de nuevo en el temor, sino que habéis recibido el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace clamar: Abba, Padre. Este mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios». Y en Gal 4, 6 dice:«Como sois hijos, envió Dios a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba, Padre».
Quinto: aconseja en las dudas y nos da a conocer la voluntad de Dios: «El que tenga oídos, oiga qué dice el Espíritu a las iglesias (Ap 2, 7); e Is 1, 4: «Lo escucharé como a un maestro». (Santo Tomás de Aquino, Exposición del Símbolo de los Apóstoles, a. 8)

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