Cuando las necesidades de la Iglesia lo requieren, su divino Fundador se manifiesta como siempre: majestuoso. Hacia el año 37, estando la Iglesia naciente necesitada de un buen impulso expansivo, acontece la conversión de San Pablo, movida maestra del Maestro, que sale a buscar al que será el más apasionado de sus apóstoles donde menos cabría encontrarlo: entre sus enemigos. Pero la fiereza del perseguidor, señala San Agustín, auspiciaba la fecundidad del suelo en que Cristo sembró. Sirva como sencillo y agradecido homenaje al gran Apóstol, este viejo himno compuesto hacia el siglo XI y que se lee en la liturgia de las horas del 25 de enero:
Que celebre la Iglesia
la excelsa gloria de
Pablo,
a quien el Señor de modo admirable
de su perseguidor hizo su Apóstol.
Pues el mismo que con furor,
arremetió contra el nombre de Cristo,
con mayor entusiasmo aún,
predica ahora el amor
de Cristo.
Oh qué gran mérito el de Pablo,
arrebatado al tercer cielo,
escuchó
palabras misteriosas,
que nadie osa pronunciar.
Mientras siembra la semilla del Verbo,
brota una mies generosa,
y así del fruto de sus buenas obras,
está lleno el granero del Cielo.
Como una lámpara encendida,
que invade el orbe con su rayos,
pone en fuga
las tinieblas del error,
para que sólo reine la verdad.
Oh Cristo sea dada a ti toda la Gloria
junto con el Padre y el Espíritu Santo,
pues has dado a los
gentiles
un vaso de elección tan luminoso.
Amén.
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