Creo que fue E. Gilson quien dijo de Santo Tomás de Aquino que había sido un gran filósofo porque fue a la vez un gran
teólogo, y que había sido un gran teólogo porque fue a la vez un gran santo. El propio Tomás
decía que su libro era el Crucifijo; y al final de su vida, junto con someter
al juicio de la Iglesia cuanto había escrito y enseñado, comentaba son la
sencillez de un niño: por tu amor, Señor, he estudiado, vigilado y trabajado.
Cuánto mejoraría la calidad de cierta teología contemporánea si se hiciera por tu amor, Señor. Pero el juicio de la
Iglesia no ha cesado de engrandecer la figura de Santo Tomás y recomendar su
estudio como regla segura del buen pensar teológico. Ya Juan XXII, el Papa que
lo canonizó en 1324, decía de él: “Iluminó a la Iglesia de Dios más que ningún
otro doctor; y saca más provecho el que estudia un año solamente en sus libros,
que el que sigue todo el curso de su vida las enseñanzas de los otros”. Y más
recientemente el Papa Benedicto XVI: “La historia de la Iglesia también es
inseparablemente historia de la cultura y del arte. Obras como la Suma
Teológica de Santo Tomás de Aquino, la Divina Comedia, la Catedral de Chartres,
la Capilla Sixtina o las Cantatas de Jhoann Sebastian Bach constituyen síntesis
extraordinarias entre fe cristiana y expresión humana”.
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