L
|
a
teología que encontramos en la vida de los santos, más bien fruto de un
contacto directo con lo divino que de apacibles horas de erudita investigación, suele llevar la hondura y la fuerza de lo vivido y experimentado, lo que le
otorga especial autoridad y valor. Lo he podido experimentar al leer unas palabras de San Josemaría Escrivá en las que da razón de su preferencia por
la celebración de la Misa ad Orientem
o de espaldas a los fieles. Son palabras recogidas de uno de esos tantos
coloquios que tuvo en 1973 con ocasión de la Convivencia anual de
Semana Santa, celebrada en Roma con la participación de jóvenes provenientes de
todo el mundo. Años de intenso dolor por la situación de crisis en la Iglesia y
de abusos sin límites en el campo litúrgico y doctrinal. Ahora bien, respondiendo
a una pregunta sobre cómo sacar más provecho espiritual de la santa Misa,
señaló: «Primero, oyéndola con mucha veneración, preparándola quizá con un
misalito pequeño, aunque sea antiguo, para darte cuenta de que la Santa Misa es
la renovación incruenta del Sacrifico divino del Calvario. ¡Nada de cenas ni de
comidas! El sacerdote es Cristo. Cuando yo estoy en el altar no soy presidente
de nada: soy el mismo Cristo; le presto mi pobre cuerpo y mi voz. Por esto,
cogiendo el Pan, digo: esto es mi Cuerpo. Y tomando el Cáliz del vino, digo:
esta es mi Sangre. Es muy hermoso que el sacerdote esté de espaldas a los
fieles: porque no podemos, con nuestra pobre cara humana, representar la faz
divina de Jesucristo».
Advierto en estas palabras un novedoso y sugerente argumento teológico a
favor de la celebración ad orientem. En efecto, además de la dimensión cósmica de la liturgia –aspecto tan querido de Benedicto
XVI– que hace razonable que todos oren en una misma dirección, precisamente hacia
el lugar por donde sale el «Sol de Justicia», Cristo, luz del mundo y del cosmos;
además de su dimensión escatológica, por la que toda celebración es obviam Sponso, al encuentro del Esposo, y
que invita a que todos oren en dirección a un mismo horizonte desde el cual se espera la venida del
Amado, San Josemaría nos presenta una tercera dimensión que me atrevería a llamar «mística»: hay que perderse a uno mismo para poder adentrarse en la ofrenda de Cristo. Cuando el sacerdote consagra el
Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor, solo puede hacerlo si actúa in persona Christi, y de manera tal, que hasta su misma condición
de instrumento queda reducida a su mínima expresión; así lo sugiere Santo
Tomás en S. Th., III, q. 78, a.1, c. En ningún otro sacramento se da una identificación
tan plena entre Cristo y el sacerdote como en la celebración de la Eucarística, identificación exigida por la naturaleza misma del sacramento.
Con
esta realidad teológica parece sintonizar muy bien la exigencia de que la
persona humana del celebrante, y en especial su rostro, permanezca en cierto modo velado y
oculto, para que aparezca con plena luminosidad a los ojos de
la fe el rostro del Sacerdote principal y de la principal Víctima: Jesucristo,
Señor y Dios nuestro. El Sacerdote que celebra de espaldas a los fieles,
revestido de en una hermosa casulla, susurrando en voz baja las plegarias del
Canon, crea una atmósfera mucho más propicia para encontrar y adorar a Cristo
que aquel sacerdote que desde la mesa-altar impone su corporeidad, tantas veces
descuidada, o dificulta el recogimiento con su vozarrón estridente. Creo que están profundamente equivocados los
que sugieren que la celebración de espaldas al pueblo encerraría algún tipo de desapego o indiferencia hacia la asamblea litúrgica. Es
exactamente lo contrario; se trata de una manifestación de fina caridad que
busca facilitar la unión con Cristo a quienes asisten al Santo Sacrificio. Además, conviene no olvidar que la sobreexposición del celebrante también tiene sus riesgos, entre ellos, la vanidad de
un protagonismo indebido.
Concluyo estas consideraciones recordando la respuesta que un joven y promisorio pianista dio a su entrevistador, cuando este le preguntó sobre su futuro musical: «Yo, como intérprete, quiero desaparecer: meterme tanto en la música
que termine no siendo yo. Eso es lo ideal para mí. Es lo que busco: casi
desaparecer. Desaparecer». Con cuanta mayor razón deberá intentarlo quien tiene la misión de interpretar a Cristo mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario