Hoy
la Iglesia celebra la memoria de San Francisco Javier. «Anda y prende fuego a
todo» fue la misión que San Ignacio le encomendó realizar en el Oriente. Y el ardor
de su amor a Cristo y a las almas se hace patente en algunos párrafos de una
carta que escribió a su fundador y que hoy se lee en el Oficio de lecturas de
su fiesta.
«V
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isitamos
las aldeas de los neófitos, que pocos años antes habían recibido la iniciación
cristiana. Esta tierra no es habitada por los portugueses, ya que es sumamente
estéril y pobre, y los cristianos nativos, privados de sacerdotes, lo único que
saben es que son cristianos. No hay nadie que celebre para ellos la misa, nadie
que les enseñe el Credo, el Padrenuestro, el Avemaría o los mandamientos de la
ley de Dios.
Por
esto, desde que he llegado aquí, no me he dado momento de reposo: me he
dedicado a recorrer las aldeas, a bautizar a los niños que no habían recibido
aún este sacramento. De este modo, purifiqué a un número ingente de niños que,
como suele decirse, no sabían distinguir su mano derecha de la izquierda. Los
niños no me dejaban recitar el Oficio divino ni comer ni descansar, hasta que
les enseñaba alguna oración; entonces comencé a darme cuenta de que de ellos es
el reino de los cielos.
Por
tanto, como no podía cristianamente negarme a tan piadosos deseos, comenzando
por la profesión de fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, les enseñaba
el Símbolo de los apóstoles y las oraciones del Padrenuestro y el Avemaría.
Advertí en ellos gran disposición, de tal manera que, si hubiera quien los
instruyese en la doctrina cristiana, sin duda llegarían a ser unos excelentes
cristianos.
Muchos,
en estos lugares, no son cristianos, simplemente porque no hay quien los haga
tales. Muchas veces me vienen ganas de recorrer las universidades de Europa,
principalmente la de París, y de ponerme a gritar por doquiera, como quien ha
perdido el juicio, para impulsar a los que poseen más ciencia que caridad, con
estas palabras: «¡Ay, cuántas almas, por vuestra desidia, quedan excluidas del
cielo y se precipitan en el infierno!»
¡Ojalá
pusieran en este asunto el mismo interés que ponen en sus estudios! Con ello
podrían dar cuenta a Dios de su ciencia y de los talentos que les han confiado.
Muchos de ellos, movidos por estas consideraciones y por la meditación de las
cosas divinas, se ejercitarían en escuchar la voz divina que habla en ellos y,
dejando de lado sus ambiciones y negocios humanos, se dedicarían por entero a
la voluntad y al arbitrio de Dios, diciendo de corazón: «Señor, aquí me tienes;
¿qué quieres que haga? Envíame donde tú quieras, aunque sea hasta la India».
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