jueves, 31 de diciembre de 2020

AL LLEGAR LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS

Luca Giordano. Adoración de los pastores. 

«Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer...» (Cf Gal 4, 4) escribe San Pablo a los Gálatas. En su comentario a esta carta paulina, Tomás de Aquino se hace eco de la tradición que llama plenitud de los tiempos a la época prefijada por Dios Padre para enviar a su Hijo al mundo. Esto viene justificado, en primer lugar, por la plenitud de gracias que se derramaron sobre el mundo en ese tiempo, como lo sugiere el salmo 64, 10: El río de Dios está rebosando de aguas. Asimismo, porque es el tiempo en que se hacen realidad las figuras de la antigua Ley y se cumplen las promesas anunciadas desde antiguo: no he venido a abrogar la Ley o los Profetas; no he venido a abrogarla, sino a consumarla, como se dice en Mateo 5, 17 (Cf In Gal c. 4, lect. 2).

En definitiva, el nacimiento del Redentor constituye la plenitud de los tiempos porque es la hora de la más plena y copiosa donación de Dios a los hombres, y es también el tiempo en que la historia de la salvación alcanza su máxima plenitud de significado; solo el misterio de la Encarnación da pleno sentido al tiempo y a la historia. 

Santo Tomás ha desarrollado además otra razón, esta vez con raíces ontológicas, sobre la Encarnación como plenitud del tiempo. En efecto, por este misterio el universo entero se reviste de una especial plenitud al regresar, por medio de la naturaleza humana asumida por el Verbo, a la Causa de la cual manó y en la que radica todo su bien. En una obra de juventud escribió: «Hay que saber que al tiempo de la Encarnación se le llama tiempo de plenitud por muchas razones. En primer lugar, a causa de la perfección del universo, porque entonces el universo llegó a su máxima realización, precisamente cuando todas las criaturas, en el hombre, volvieron a su Principio en la naturaleza humana asumida por Dios, como se lee en Ephes 1, 10: para realizar (su misterio) al cumplirse el tiempo, recapitulando todas las cosas en Cristo» (In III Sent.,  d. 1, q. 2, a. 5, Exp. tex). Encontramos la misma idea en una obra tardía: «Por la Encarnación, en fin, toda la obra de Dios alcanza, en cierto modo, su perfección, porque el hombre, que es lo último que fue creado, vuelve a su principio por una especie de círculo, al unirse con el Principio de todas las cosas por la obra de la Encarnación» (Comp Theol, c. 20). 

Con la Encarnación el tiempo alcanza su plenitud porque de alguna manera parece ya haber dado todo de sí, en el mismo instante que entra a participar de la eternidad de Dios. Muy sugerentes resultan estas palabras del doctor Angélico dichas como una razón más de que la plenitud de los tiempos se realiza con la Encarnación: «En cuarto lugar, por la grandeza de lo ocurrido en aquel tiempo; porque entonces nació el Señor del tiempo, de suerte que al suceder algo superior al tiempo, éste queda completado» (In III Sent., Ibid.) Solo resta que el mismo Verbo encarnado conduzca esta plenitud del tiempo a su consumación gloriosa. 

El cumplimiento de la plenitud de los tiempos no es fruto de la necesidad o del acaso. Es un tiempo establecido sabiamente por Dios desde siempre (ab aeterno). Santo Tomás expone dos razones que ayudan a comprender la elección divina sobre el momento de la venida de Cristo: no convenía que se realizase al inicio de la historia, ni tampoco que se dilatara para el fin de los tiempos. Dice al respecto: 

«Ahora bien, dos razones se dan de que aquel tiempo es el preordenado para la venida de Cristo. Una se toma de su grandeza. Porque al ser tan grande el que había de venir, convenía que por muchos indicios y con muchos preparativos se dispusieran los hombres a recibirlo: En diferentes ocasiones y de muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por los profetas (Heb 1, 1). La otra se toma de la condición del que había de venir. Puesto que era el médico quien vendría, era necesario que antes de su llegada quedaran convencidos los hombres de su enfermedad, tanto en cuanto a la falta de ciencia en la ley de la naturaleza como en cuanto a la falta de virtud en la ley escrita. Por lo cual era necesario que una y otra, o sea, tanto la ley de la naturaleza como la ley escrita precedieran a la venida de Cristo» (In Gal c. 4, lect. 2), mostrando así su insuficiencia para la restauración de la humanidad caída. 


 

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