Cardenal
Robert Sarah. Foto:archisevilla.org
Publico
en español el texto íntegro (hoy una primera parte) de la carta–mensaje que
el Cardenal Robert Sarah dio a la prensa a inicios del pasado mes de mayo. Circunstancias
del momento hicieron que este texto pasara algo desapercibido, sin embargo constituye
una guía teológica–pastoral espléndida para orientar la fe de los fieles (sacerdotes
y laicos) en los difíciles tiempos que nos toca vivir. Su lectura me parece
especialmente necesaria para que nuestra reverencia a la Eucaristía y al culto en
general no se vea afectada por la excepcionalidad que nos impone la epidemia, la
técnica y, de modo más profundo, la secularización imperante.
Para
facilitar su lectura y la búsqueda de temas he mantenido, con mínimas
variaciones, los subtítulos del texto en francés, confiado por su Eminencia a
la revista l'Homme Nouveau.
Texto original en francés e italiano: hommenouveau.fr; ilfoglio.it
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n
muchos países, el ejercicio del culto cristiano se ha visto perturbado por la
pandemia del covid-19. Los fieles no pueden reunirse en las iglesias, ni pueden
participar sacramentalmente en el sacrificio eucarístico. Esta situación es
fuente de gran sufrimiento. Pero es también una ocasión que Dios nos da para
comprender mejor la necesidad y el valor del culto litúrgico. Como Cardenal
Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos, pero sobre todo en profunda comunión en el humilde servicio a Dios
y a su Iglesia, deseo ofrecer esta meditación a mis hermanos en el episcopado y
en el sacerdocio, y al pueblo de Dios, para tratar de sacar algunas enseñanzas
de esta situación.
¿Un
culto suspendido?
A
veces se ha dicho que, debido a la epidemia y al confinamiento decretado por
las autoridades civiles, el culto público estaba suspendido. Esto no es exacto.
El culto público es el culto que da a Dios el entero Cuerpo místico, Cabeza y
miembros, como recuerda el Concilio Vaticano II:
«Realmente,
en esta obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los
hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la
Iglesia, que invoca a su Señor y por El tributa culto al Padre Eterno.
Con
razón, pues, se considera la Liturgia como el ejercicio del sacerdocio de
Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera,
realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de Jesucristo, es
decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro. En
consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de
su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia,
con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la
Iglesia». (Sacrosanctum Concilium n. 7).
Este
culto se tributa a Dios cuando se ofrece en nombre de la Iglesia por las
personas legítimamente designadas y mediante aquellos actos aprobados por la
autoridad de la Iglesia (Cf. Código de Derecho Canónico, C. 834).
Así,
siempre que un sacerdote celebra la misa o la liturgia de las horas, aunque
esté solo, ofrece el culto público y oficial de la Iglesia en unión con su
Cabeza, Cristo, y en nombre de todo el Cuerpo. Es necesario recordar esta
verdad para empezar. Nos permitirá disipar mejor algunos errores.
Naturalmente,
para encontrar su expresión plena y manifiesta, es preferible que este culto
pueda ser celebrado con la participación de una comunidad de fieles del pueblo
de Dios. Pero puede suceder que no sea posible. La ausencia física de la
comunidad no impide la realización del culto público, aunque se recorte alguna
parte de su realización. Por tanto, sería errado pretender que el sacerdote se
abstenga de la celebración de la misa en ausencia de fieles. Al contrario, en
las actuales circunstancias en las que el pueblo de Dios se ve impedido de
unirse sacramentalmente a este culto, el sacerdote está más obligado a la
celebración diaria. En efecto, en la liturgia, el sacerdote actúa in persona
Ecclesiae, en nombre de toda la Iglesia, e in persona Christi, en
nombre de Cristo, Cabeza del cuerpo, para rendir culto al Padre bueno; es el
embajador, el representante de todos los que no pueden estar allí.
Ninguna
autoridad civil puede suspender el culto público de la Iglesia
Se
comprende, por tanto, que ninguna autoridad civil pueda suspender el culto
público de la Iglesia. Este culto es una realidad espiritual sobre la cual la
autoridad temporal no tiene competencia alguna. Este culto continúa donde sea que se celebre una misa, incluso sin la presencia de fieles congregados. En cambio,
corresponde a esta autoridad civil prohibir las reuniones que resultarían
peligrosas para el bien común en vista de la situación sanitaria. También es
responsabilidad de los obispos colaborar con estas autoridades civiles con la
mayor franqueza. Por tanto, era probablemente legítimo pedir a los cristianos
que se abstuvieran, por un tiempo corto y limitado, de reunirse. Por otra
parte, es inaceptable que las autoridades encargadas del bien político se permitan
juzgar el carácter urgente o no urgente del culto religioso y prohibir la
apertura de las iglesias, lo que permitiría a los fieles orar, confesarse y
comulgar, siempre que se respetan las normas sanitarias. Como «promotores y
custodios de toda la vida litúrgica», corresponde a los obispos exigir con
firmeza y sin demora el derecho a reunirse tan pronto como sea razonablemente
posible. En esta materia, el ejemplo de san Carlos Borromeo puede iluminarnos.
Durante la peste de Milán, aplicó en las procesiones las estrictas medidas
sanitarias promovidas por la autoridad civil de su tiempo, semejantes a las
medidas de distanciamiento de nuestra época. Los fieles cristianos tienen
también el derecho y el deber de defender firmemente y sin compromisos su libertad
de culto. Una mentalidad secularizada considera los actos religiosos como
actividades secundarias al servicio del bienestar de las personas, al igual que
las actividades recreativas y culturales. Esta perspectiva es radicalmente
falsa. La alabanza y la adoración se deben objetivamente a Dios. Le debemos
este culto porque es nuestro Creador y nuestro Salvador. La manifestación
pública del culto católico no es una concesión del Estado a la subjetividad de
los creyentes. Es un derecho objetivo de Dios. Es un derecho inalienable de
toda persona. «El deber de rendir a Dios un culto auténtico concierne al
hombre individual y socialmente considerado» (Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 2105). Esta es «la doctrina católica tradicional sobre el
deber moral de los hombres y de las sociedades hacia la verdadera religión y a
la única Iglesia de Cristo», recuerda el Concilio Vaticano II (Dignitatis
Humanae, 1).
Homenaje
agradecido a sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos
Quisiera
ahora rendir homenaje a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas que han
asegurado la continuidad del culto público católico en los países más afectados
por la pandemia. Celebrando en la soledad, ustedes han rezado en nombre de toda
la Iglesia, han sido la voz de todos los cristianos que ascendía al Padre.
Quiero también dar gracias a todos los fieles laicos que se han esforzado por
asociarse a este culto público celebrando la liturgia de las horas en sus casas
o uniéndose espiritualmente a la celebración del Santo Sacrifico de la Misa.
Algunos
han criticado la retransmisión de estas liturgias por medios de comunicación
como la televisión o Internet. Es indudable, como lo ha recordado el Papa
Francisco, que la imagen virtual no sustituye a la presencia física. Jesús vino
a tocarnos en nuestra carne. Los sacramentos prolongan su presencia hasta
nosotros. Es preciso recordar que la lógica de la Encarnación, y por tanto de
los sacramentos, no puede prescindir de la presencia física. Ninguna
retransmisión virtual podrá jamás reemplazar la presencia sacramental. A la
larga, incluso podría ser perjudicial para la salud espiritual del sacerdote
que, en lugar de volver su mirada hacia Dios, mira y habla a un ídolo: una
cámara, alejándose así de Dios que nos ha amado hasta el punto de entregar a su
Hijo Unigénito en la Cruz para que podamos tener vida.
No
obstante, quiero dar las gracias a todos los que han trabajado en estas
transmisiones. Ellas han permitido a muchos cristianos unirse espiritualmente
al culto público ininterrumpido de la Iglesia. Han sido útiles y fecundas.
También han permitido a muchas personas buscar apoyo para su oración. Quiero
rendir homenaje a la inventiva y a la imaginación de los cristianos desplegada
durante la emergencia.
Pero
también quiero llamar la atención de todos sobre algunos riesgos. Los medios de
transmisión virtual podrían inducir a una lógica de búsqueda del éxito, de la
imagen, del espectáculo o de la pura emoción. Esta lógica no es la del culto
cristiano. El culto no pretende cautivar a los espectadores a través de una
cámara. Está dirigido y orientado hacia el Dios Trinidad. Para evitar este
riesgo, esta transformación del culto cristiano en espectáculo es importante
reflexionar sobre lo que Dios nos dice a través de la situación actual.
La experiencia del exilio
El
pueblo cristiano se ha encontrado en la situación del pueblo hebreo en el
exilio, privado del culto. El profeta Ezequiel nos enseña el significado
espiritual de esta suspensión del culto hebreo. Necesitamos volver a leer este
libro del Antiguo Testamento cuyas palabras son de gran actualidad. El pueblo
elegido no sabía cómo ofrecer a Dios un culto verdaderamente espiritual, afirma
el profeta. Se ha vuelto hacia los ídolos. «Sus sacerdotes violaron mi ley y
profanaron mis santuarios; entre lo sagrado y lo profano, no hicieron ninguna
diferencia y no enseñaron a distinguir lo impuro y lo puro,... y he sido
deshonrado entre ellos» (Ez 22, 26). Entonces la gloria de Dios ha
abandonado el templo de Jerusalén (Ez 10, 18).
Pero
Dios no se venga. Si permite que las catástrofes naturales sobrevengan a su
pueblo, es siempre para instruirlo mejor y ofrecerle la gracia de una alianza
más profunda. (Ez 33, 11) Durante el exilio, Ezequiel enseña al pueblo
las modalidades de un culto más perfecto, de una adoración más verdadera. (Ez
cap. 40 a 47). El profeta deja entrever un nuevo templo del que fluye un río de
agua viva (Ez 47, 1). Este templo simboliza, prefigura y anuncia el
Corazón traspasado de Jesús, el verdadero templo. Este templo está servido por
sacerdotes que no tendrán heredad en Israel, ni tierra en propiedad privada. «No
les será dada herencia en Israel, Yo seré su herencia» (Ez 44, 28), dice el
Señor.
Hemos
olvidado la diferencia entre lo sagrado y lo profano
Creo
que podemos aplicar estas palabras de Exequiel a nuestros templos. Tampoco nosotros
hemos sabido diferenciar lo sagrado de lo profano.
Con
frecuencia hemos despreciado el carácter sagrado de nuestras iglesias. Las
hemos transformado en salas de concierto, en restaurantes o dormitorios para
los pobres, refugiados o inmigrantes indocumentados. La Basílica de San Pedro y
casi todas nuestras catedrales, expresiones vivas de la fe de nuestros
ancestros, se han convertido en grandes museos, pisoteados y profanados ante
nuestros ojos, por un lamentable desfile de turistas a menudo incrédulos e
irrespetuosos de los lugares sagrados y del Templo santo del Dios viviente.
Hoy, a través de una enfermedad no querida positivamente, Dios nos ofrece la
gracia de sentir cuánta falta nos hacen nuestras iglesias. Dios nos ofrece la
gracia de experimentar que necesitamos esta casa donde habita en medio de
nuestras ciudades y pueblos. Tenemos necesidad de un lugar, de un edifico
sagrado, es decir reservado exclusivamente para Dios. Necesitamos un lugar que
sea más que un simple espacio funcional de reunión o de entretenimiento
cultural. Una iglesia es un lugar donde todo está orientado hacia la gloria de
Dios, al culto de su majestad. ¿No es hora, al releer el libro de Ezequiel, de
recuperar el sentido de la sacralidad? ¿De prohibir las manifestaciones
profanas en nuestras iglesias? ¿De reservar el acceso al altar solo a los
ministros del culto? ¿De desterrar los gritos, los aplausos, las conversaciones
mundanas, el frenesí de las fotografías de este lugar donde Dios viene a
habitar?
«La
iglesia no es un local en el que cada mañana acontece algo una vez, para luego permanecer
vacío y «sin función» durante el resto del día. En ese local que es la iglesia
está siempre la Iglesia, porque el Señor se entrega siempre, porque el misterio
eucarístico permanece y porque al avanzar hacia este misterio, estamos siempre
incluidos en el culto divino de toda la Iglesia creyente, orante y amante.
Todos conocemos la diferencia entre una iglesia llena de oraciones y una
iglesia convertida en museo. Hoy corremos el gran peligro de que nuestras
iglesias se conviertan en museos» (Joseph Ratzinger, Eucaristía. Mitte der
Kirche, Munich, 1978).
Podríamos
repetir las mismas palabras a propósito del domingo, el día del Señor, el
santuario de la semana. ¿No lo hemos profanado convirtiéndolo en un día de
trabajo, en un día de mero entretenimiento mundano? Hoy lo echamos tanto de
menos. Los días se suceden unos a otros de forma muy similar.
Volver
a aprender el culto en espíritu y en verdad
Debemos
escuchar la palabra del profeta que nos reprocha haber «violado el
santuario». Debemos estar dispuestos a volver a aprender el culto en
espíritu y en verdad. Muchos sacerdotes han descubierto la celebración sin
presencia del pueblo. Han experimentado así que la liturgia es principalmente y
ante todo «el culto de la divina majestad», según las palabras del
Vaticano II (SC 33). No es en primer lugar un ejercicio pedagógico o
misionero. Mejor aún, llega a ser una realidad verdaderamente misionera solo en
la medida en que está enteramente ordenada a «la perfecta glorificación de
Dios» (SC 5).
Al
celebrar solos, los sacerdotes ya no tenían ante los ojos al pueblo cristiano;
entonces han tomado conciencia de que la celebración de la misa se dirige
siempre al Dios Trinidad. Han vuelto su mirada hacia Oriente, porque «del
Oriente viene la propiciación. De allí viene el hombre cuyo nombre es Oriente,
que se ha convertido en mediador entre Dios y los hombres. Por eso, estáis
invitados a mirar siempre hacia el Oriente, de donde sale para vosotros el Sol
de Justicia, de donde la luz aparece siempre para vosotros», como nos dice
Orígenes en una de sus homilías sobre el Levítico. La misa no es un largo
discurso dirigido al pueblo, sino una alabanza y una súplica dirigida a Dios.
La
mentalidad occidental contemporánea, modelada por la técnica y fascinada por
los medios de comunicación, ha querido a veces hacer de la liturgia una obra de
pedagogía eficaz y rentable. En este espíritu, se ha buscado hacer las
celebraciones amigables y atractivas. Los actores litúrgicos, animados por
motivaciones pastorales, en ocasiones han querido hacer un trabajo educativo,
introduciendo elementos profanos o espectaculares en las celebraciones. ¿No
hemos visto florecer testimonios, puestas en escenas y aplausos varios? Se cree
así favorecer la participación de los fieles, cuando de hecho se reduce la
liturgia a un juego humano. Existe el riesgo real de no dejar lugar a Dios en
nuestras celebraciones. Corremos el peligro de caer en la misma tentación que
los hebreos en el desierto. Buscaron crear un culto a su medida y a su altura
humana; pero no lo olvidemos: ¡terminaron postrados ante el ídolo del becerro de oro
que ellos mismos se habían fabricado!
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