Tomás
Moro de Pedro Pablo Rubens
Imagen: museodelprado.es
Frente
al horizonte cercano del martirio, Santo Tomás Moro plasmó desde su prisión
algunas obras inmortales, entre ellas, La agonía de Cristo. A lo largo
de sus páginas, el humanista inglés contempla el doloroso abandono de Cristo
por parte de los suyos; en el sueño que invade a los apóstoles en Getsemaní, no
obstante las repetidas llamadas del Maestro a la vigilancia, Moro ve reflejada la
somnolencia de tantos pastores de su tiempo que, adormilados, han dejado de
vigilar sobre sus rebaños. Por eso no duda en exclamar: Cur non hic
contemplentur episcopi somnolentiam suam? (¿por qué no contemplan los
obispos en esta escena su propia somnolencia?). La desidia y escasa fortaleza
que campea a su alrededor, la frágil y amenazada unidad de la Iglesia, que ama
con pasión y por la que tanto sufre, le impelen a exhortar a los obispos a
sacudir de sus vidas toda somnolencia y cobardía, a estar dispuestos a entregar
la propia vida, si es el caso, por el bien de la grey.
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Cristo por tercera vez adonde están sus Apóstoles, y allí los encuentra
sepultados en el sueño, a pesar del mandato que les había dado de vigilar y
rezar ante el peligro que se cernía. Al mismo tiempo, Judas, el traidor, se
mantenía bien despierto, y tan concentrado en traicionar a su Señor que ni
siquiera la idea de dormirse se le pasó por la cabeza. ¿No es este contraste
entre el traidor y los Apóstoles como una imagen especular, y no menos clara
que triste y terrible, de lo que ha ocurrido a través de los siglos, desde
aquellos tiempos hasta nuestros días? ¿Por qué no contemplan los obispos, en
esta escena, su propia somnolencia? Han sucedido a los Apóstoles en el cargo,
¡ojalá reprodujeran sus virtudes con la misma gana y deseo con que abrazan su
autoridad! ¡Ojalá les imitaran en lo otro con la fidelidad con que imitan su
somnolencia! Pues son muchos los que se duermen en la tarea de sembrar virtudes
entre la gente y mantener la verdadera doctrina, mientras que los enemigos de
Cristo, con objeto de sembrar el vicio y desarraigar la fe (en la medida en que
pueden prender de nuevo a Cristo y crucificarlo otra vez), se mantienen bien
despiertos. Con razón dice Cristo que los hijos de las tinieblas son mucho más
astutos que los hijos de la luz…
Cristo
mandó tener por nada la pérdida de nuestro cuerpo por su causa. «No temáis a
quienes matan el cuerpo, y no pueden hacer más. Yo os mostraré a quién habéis
de temer: Temed al que después de quitar la vida, puede mandar al infierno. A
ése, os repito habéis de temer» (Lc 12, 4-5). Para todos, sin excepción,
dijo estas palabras, caso de que hayan sido encarcelados y no haya escapatoria
posible. Pero añade algo más para aquellos que llevan el peso y la
responsabilidad episcopal: no permite que se preocupen solo de sus propias
almas, ni tampoco que se contenten refugiándose en el silencio, hasta que sean
arrastrados y forzados a escoger entre una abierta profesión de fe o una
engañosa simulación. No. Quiso que dieran la cara si ven que la grey a ellos
confiada está en peligro, y que hicieran frente al peligro con su propio
riesgo, por el bien de su rebaño.
El
buen pastor da su vida por sus ovejas (Cf. Io 10, 11), dice Cristo.
Quien salve su vida con daño de las ovejas, no es buen pastor. El que pierde su
vida por Cristo (y así hace quien la pierde por el bien del rebaño que Cristo
le confió) la salva para la vida eterna. De la misma manera, el que niega a
Cristo (como hace el que no confiesa la verdad cuando el silencio daña a su
rebaño), al querer salvar su vida empieza de hecho a perderla. Tanto peor,
desde luego, si llevado por miedo, niega a Cristo abiertamente, con palabras, y
lo traiciona. Tales obispos no duermen como Pedro, sino que, con Pedro
despiertos, niegan a Cristo. Al recibir, como Pedro, la mirada afectuosa de
Cristo, muchos serán los que con su gracia llegarán un día a limpiar aquel
delito salvándose a través del llanto» (Santo Tomás Moro, La agonía
de Cristo, Rialp, Madrid 1989, p. 73 y ss).
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