En
la exposición del dogma eucarístico, los grandes maestros y doctores del
medievo me parecen insuperables. La hazaña teológica que late en sus tratados
sobre la Eucaristía bien puede parangonarse a la proeza artística que se
refleja en las catedrales góticas. Sirva como ejemplo el siguiente texto de San
Buenaventura, tomado de un breve tratado sobre la misa y su necesaria
preparación.
«D
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ebes,
pues, creer firmemente y de ningún modo dudar, según lo que enseña y predica la
Fe católica, que en el momento de la pronunciación de las palabras de Cristo,
por razón del ministerio y servicio
sacramental, el pan material y visible deja su lugar, esto es, la especie
visible de los accidentes, al pan vivífico y celestial que llega, como
tributando honra al verdadero Creador; al dejar de ser aquél, en el mismo
instante con un modo maravilloso e inefable debajo de aquellos accidentes existen
verdaderamente:
Primero,
aquella purísima Carne y sagrado Cuerpo de Cristo, que, hecho por el Espíritu
Santo, nació de la gloriosa Virgen María, que fue suspendido en la cruz, que
fue puesto en el sepulcro y que está glorificado en el cielo.
Segundo,
puesto que la carne no vive sin sangre, por eso necesariamente está allí
aquella preciosa Sangre, que felizmente manó en la cruz para la salvación del
mundo.
Tercero,
no existiendo verdadero hombre sin alma racional, por eso está allí el alma
gloriosa de Cristo, aventajando en gracia y gloria a toda virtud, gloria y
poder, en la cual están depositados todos los tesoros del divino saber (Col
2, 3).
Cuarto,
puesto que Cristo es verdadero hombre y verdadero Dios, consiguientemente allí
está Dios en su gloriosa Majestad (...).
Luego
debes advertir también que convino así, que Cristo se nos diese velado. Pues,
¿qué valor tendría tu fe si Cristo se te apareciera en su propia figura
visible? Cierta y forzosamente le adorarías; pero ¿cómo tus ojos carnales
podrían soportar gloria tan grande? ¿Y qué insensato diría que podía comer y
beber carne cruda y sangre de hombre en su propia forma? –Aléjese por tanto
toda duda, puesto que así como en otro tiempo estuvo escondida la Divinidad en
las entrañas virginales, y el Hijo de Dios apareció visible al mundo bajo el
velo de la carne humana, así también la Humanidad glorificada unida a la
Divinidad está oculta debajo de la forma de pan y vino, para poder acomodarse a
nosotros mortales» (San Buenaventura, Tratado de la preparación para la
Santa Misa, Cap. 1).
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