Publico
la segunda parte de la carta–mensaje del Cardenal Sarah sobre el culto católico
en estos tiempos de prueba. Agradecemos al Cardenal Sarah sus reflexiones siempre
claras y luminosas, sus recomendaciones impregnadas por un sentimiento de fe
profunda: han sido y continuarán siendo un consuelo refrescante para muchas
almas.
Atención a la lógica del espectáculo
D
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ebemos
estar atentos: la multiplicación de misas filmadas podría acentuar esta lógica
del espectáculo, esta búsqueda de emociones humanas. El Papa Francisco ha
instado con fuerza a los sacerdotes a no convertirse en hombres de espectáculo,
en showmasters, maestros del espectáculo. Dios se ha encarnado para que
el mundo pudiera tener vida: Dios no ha venido en nuestra carne por el gusto de
impresionarnos o de ofrecerse como espectáculo, sino para compartir con
nosotros la plenitud de su vida. Jesús, que es el Hijo del Dios vivo (Mt
16, 16) y a quien el Padre ha dado tener vida en sí mismo (Jn 5, 26), no
ha venido solamente para apaciguar la ira de su Padre o borrar alguna deuda
pendiente. Ha venido para que tengamos vida y la tengamos en abundancia. Y nos
da esta plenitud de vida muriendo en la cruz. Por esta razón, cuando el
sacerdote, en una verdadera identificación con Cristo y con humildad, celebra
la santa misa, debe poder decir: «Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo
yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 19-20). Debe desaparecer detrás
de Jesucristo y permitir que Cristo esté en contacto directo con el pueblo
cristiano. El sacerdote debe convertirse en un instrumento que deja traslucir a
Cristo. No tiene que buscar la simpatía de la asamblea posando frente a ella
como su interlocutor principal. Entrar en el espíritu del Concilio supone, por
el contrario, desaparecer, renunciar a ser el punto focal. La atención de todos
debe dirigirse a Cristo, a la Cruz, verdadero centro de todo culto cristiano. Se
trata de dejar que Cristo nos tome y nos asocie a su sacrificio. La
participación en el culto litúrgico debe entenderse como una gracia de Cristo
«que asocia a la Iglesia» (SC 7). Es Él quien tiene la iniciativa y la
primacía. «La Iglesia lo invoca como su Señor y siempre por medio de Él tributa
culto al Padre eterno» (SC 7).
Asimismo,
conviene estar atentos a la lógica de la eficiencia que genera el uso de
Internet. Es habitual juzgar las publicaciones en función del número de
«visitas» que suscitan. Esto induce la búsqueda de lo inesperado, de la
emoción, de la sorpresa, «de lo viral».
El
culto litúrgico es extraño a esta escala de valores. La liturgia nos pone
realmente en presencia de la Trascendencia divina. Participar de verdad supone renovar
en nosotros ese «estupor» que San Juan Pablo II tenía en alta estima (Cf. Ecclesia
de Eucharistia, 6). Este sagrado estupor, este gozoso temor, requiere
nuestro silencio ante la majestad divina. Con frecuencia se olvida que el
silencio sagrado es uno de los medios que el Concilio señala para favorecer la
participación. La participatio actuosa (participación activa) en la obra
de Cristo supone, por tanto, dejar el mundo profano para entrar en «la acción
sagrada por excelencia» (SC 7). A veces pretendemos, con cierta arrogancia,
permanecer en nuestro nivel humano para entrar en lo divino. Por el contrario,
en las últimas semanas hemos experimentado que para encontrar a Dios era útil
salir de nuestras casas e ir a la suya, en su morada sagrada: la iglesia.
La
liturgia es una realidad fundamentalmente mística y contemplativa y, en
consecuencia, está fuera del alcance de nuestra acción humana: la entrada en la
participación de su misterio es una gracia de Dios.
Un profundo dolor
Finalmente,
me gustaría insistir en la realidad más sagrada de todas: la Sagrada
Eucaristía. La privación de la comunión ha sido un profundo sufrimiento para
muchos fieles. Lo sé y deseo expresarles mi profunda compasión. El sufrimiento
es proporcional al deseo; creemos que Dios no dejará insatisfecho este deseo
por Él. También hay que recordar que ningún sacerdote debe sentirse impedido de
confesar y dar la comunión a los fieles en la iglesia o en las casas
particulares, con las debidas precauciones sanitarias. Pero la situación de
hambre eucarística puede llevarnos a una saludable toma de conciencia. ¿No nos
hemos olvidado del carácter sagrado de la Eucaristía? Se oyen relatos de
sacrilegios impresionantes: sacerdotes que envuelven las hostias consagradas en
bolsitas de plástico o de papel, para permitir que los fieles utilicen
libremente las hostias consagradas y se las lleven a sus casas; y también otros
que distribuyen la sagrada comunión guardando la distancia adecuada utilizando,
por ejemplo, pinzas para evitar el contagio. Cuán lejos estamos de Jesús que se
acercaba a los leprosos y, extendiendo las manos, los tocaba para curarlos, o
del Padre Damián que consagró su vida a los leprosos de Molokai (Hawái). Este
modo de tratar a Jesús como un objeto sin valor es una profanación de la
Eucaristía. ¿No la hemos considerado a menudo como cosa de nuestra propiedad?
Muchas veces hemos comulgado por costumbre y rutina, sin preparación ni acción
de gracias. La Comunión no es un derecho, es una gracia gratuita que Dios nos
ofrece. Este tiempo nos recuerda que debemos temblar de gratitud y caer de
rodillas ante la Sagrada Comunión.
Me
gustaría recordar aquí unas palabras de Benedicto XVI: «También aquí, en el
pasado reciente, de alguna manera se ha malentendido el mensaje auténtico de la
Sagrada Escritura. La novedad cristiana respecto al culto ha sufrido la
influencia de cierta mentalidad laicista de los años sesenta y setenta del
siglo pasado. Es verdad, y sigue siendo siempre válido, que el centro del culto
ya no está en los ritos y en los sacrificios antiguos, sino en Cristo mismo, en
su persona, en su vida, en su misterio pascual. Y, sin embargo, de esta novedad
fundamental no se debe concluir que lo sagrado ya no exista, sino que ha
encontrado su cumplimiento en Jesucristo, Amor divino encarnado. (...) Él no ha
abolido lo sagrado, sino que lo ha llevado a cumplimiento, inaugurando un nuevo
culto, que sí es plenamente espiritual pero que, sin embargo, mientras estamos
en camino en el tiempo, se sirve todavía de signos y ritos, que sólo desaparecerán
al final, en la Jerusalén celestial, donde ya no habrá ningún templo (cf. Ap
21, 22). Gracias a Cristo, la sacralidad es más verdadera, más intensa, y, como
sucede con los mandamientos, también más exigente» (Homilía, Corpus
Domini, 7 de junio de 2012).
En
cuanto a nosotros, sacerdotes, ¿hemos sido siempre conscientes de estar
segregados, consagrados para ser siervos, ministros del culto del Dios
Altísimo? Como afirma el profeta Ezequiel, ¿vivimos en esta tierra conscientes
de no tener otro patrimonio que Dios mismo? Por el contrario, quizá muchas
veces hemos sido mundanos; hemos buscado la popularidad, el éxito según los
criterios del mundo. También nosotros hemos profanado el santuario del Señor.
Entre nosotros, algunos han llegado incluso a profanar este templo sagrado de
la presencia de Dios: el corazón y el cuerpo de los más débiles, de los niños.
Nosotros también debemos pedir perdón, hacer penitencia y reparar.
El peligro de la barbarie
Una
sociedad que pierde el sentido de lo sagrado corre el riesgo de una regresión
hacia la barbarie. El sentido de la grandeza de Dios es el corazón de toda
civilización. En efecto, si todo hombre merece respeto es fundamentalmente
porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. La dignidad del hombre es
un eco de la trascendencia de Dios. Si ya no temblamos con un temor gozoso y
reverencial ante la majestad divina, ¿cómo podríamos reconocer en cada persona
un misterio digno de respeto? Si ya no queremos arrodillarnos humildemente y como
signo de amor filial ante Dios, ¿cómo podríamos ser capaces de ponernos de
rodillas ante la eminente dignidad de toda persona humana, creada a imagen y
semejanza de Dios? Si ya no aceptamos arrodillarnos respetuosamente y en
adoración ante la presencia más humilde, más débil e insignificante, pero a la
vez la más real y más viva que es la Sagrada Eucaristía, ¿cómo podríamos
vacilar en matar al niño por nacer, el ser más débil, más frágil, y en
legalizar el aborto, que es un crimen horrible y bárbaro? Porque ahora, gracias
a los progresos de la genética fundamental, conocemos esta verdad ya
científicamente establecida de manera definitiva e irrefutable: el feto humano,
desde el momento de su concepción, es un ser humano completo. Si perdemos el
sentido de la adoración a Dios, las relaciones humanas se teñirán de vulgaridad
y de agresividad. Mientras más respetuosos seamos con Dios en nuestras iglesias,
más delicados y amables seremos con nuestros hermanos durante el resto de
nuestras vidas.
Alabar y dar gracias públicamente
Será
necesario, pues, que los pastores, tan pronto como las condiciones sanitarias
lo permitan, ofrezcan al pueblo cristiano la ocasión de adorar juntos y
solemnemente la majestad divina en el Santísimo Sacramento. El Papa Francisco
nos ha dado recientemente un ejemplo en la plaza de San Pedro. Habrá que alabar
y dar gracias mediante procesiones públicas. Será la ocasión para que todo el
pueblo se una y experimente que la comunidad cristiana nace del altar del
sacrificio eucarístico. Aliento, tan pronto como sea posible, las
manifestaciones de piedad popular, como el culto a las reliquias de los santos
protectores de las ciudades. Es necesario que el pueblo de Dios manifieste
ritual y públicamente su fe. Benedicto XVI decía: «Lo sagrado tiene una
función educativa, y su desaparición empobrece inevitablemente la cultura, en
especial la formación de las nuevas generaciones. Si, por ejemplo, en nombre de
una fe secularizada y no necesitada ya de signos sacros, fuera abolida esta procesión
ciudadana del Corpus Christi, el perfil espiritual de Roma resultaría
«aplanado», y nuestra conciencia personal y comunitaria quedaría debilitada. O
pensemos en una madre y un padre que, en nombre de una fe desacralizada,
privaran a sus hijos de toda ritualidad religiosa: en realidad acabarían por
dejar campo libre a los numerosos sucedáneos presentes en la sociedad de
consumo, a otros ritos y otros signos, que más fácilmente podrían convertirse
en ídolos. Dios, nuestro Padre, no obró así con la humanidad...» (Homilía, Corpus
Domini, 7 de junio de 2012).
Estas
manifestaciones serán ocasión de enfatizar el valor de súplica, de intercesión,
de reparación por las ofensas hechas a Dios y de propiciación del culto
cristiano. Sería muy bueno, donde sea
posible, que las procesiones de rogativas, incluyendo las letanías de los
santos, sean revividas. Por último, quisiera insistir en la oración por los
difuntos. En muchos países, los difuntos tuvieron que ser enterrados sin que se
celebraran las exequias adecuadas. Debemos reparar esta injusticia. Además,
quisiera deplorar aquí algunas prácticas recientes que favorecen el desarrollo
de nuevas formas de disponer de los restos mortales, incluida la hidrólisis
alcalina, donde el cuerpo del difunto se coloca en un cilindro de metal y se
disuelve en un baño químico, dejando solo unos pocos fragmentos óseos similares
a los que resultan de la incineración. Los residuos se descargan luego en las
alcantarillas. El proceso de hidrólisis alcalina no manifiesta aquel respeto
por la dignidad del cuerpo humano que viene declarado por la ley de la Iglesia.
Pero, aunque no tengamos fe, es absolutamente inhumano, cruel e irrespetuoso
tratar así a las personas que amamos y nos han amado tan tiernamente. «¿No
sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si
alguno destruye el templo de Dios, Dios le aniquilará. Porque el templo de Dios
es santo, y ese templo sois vosotros» (1 Cor 3, 16-17; Cf. también 6,
19). Por piedad filial, debemos rodear a todos los difuntos con una ardiente
oración de intercesión por la salvación de sus almas. Animo a los pastores a
celebrar misas solemnes por los difuntos. Sería bueno que en estos casos, según
las costumbres de cada lugar, la misa estuviera seguida de una absolución
celebrada en presencia de una representación simbólica de los difuntos (túmulo
o catafalco), y de una procesión hacia el cementerio con bendición de las
tumbas. Así la Iglesia, como verdadera madre, cuidará de todos sus hijos vivos
y difuntos y presentará a Dios en nombre de todos un culto de adoración, de acción
de gracias, de propiciación y de intercesión.
El gran tesoro de la Iglesia
En
efecto, «lo que los Apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para
una vida santa y para una fe creciente del pueblo de Dios y a aumentar su fe;
así la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a
todas las edades lo que es y lo que cree», dice el Concilio Vaticano II (Dei
Verbum, n. 8). El culto divino es el gran tesoro de la Iglesia. Ella no puede
mantenerlo oculto; ella invita a todos los hombres porque sabe que en su culto
«se recoge toda la oración humana, todo el deseo humano, toda la verdadera
devoción humana, la verdadera búsqueda de Dios, que finalmente se realiza en
Cristo». (Benedicto XVI, Encuentro con el clero de Roma, 2 de marzo de 2010).
Les reitero a todos mi profunda compasión en estos tiempos de prueba. Renuevo
mi fraternal apoyo a los sacerdotes que se dedican en cuerpo y alma y sufren
por no poder hacer más por su rebaño. Juntos, muy pronto, volveremos a ofrecer
a todos el culto que pertenece a Dios y que nos hace su pueblo.
Robert,
Cardenal Sarah
Prefecto
de la Congregación para el Culto divino y la disciplina de los Sacramentos
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