miércoles, 3 de junio de 2020

CARDENAL SARAH, CARTA SOBRE EL CULTO CATÓLICO EN TIEMPOS DE PRUEBA (II)


Publico la segunda parte de la carta–mensaje del Cardenal Sarah sobre el culto católico en estos tiempos de prueba. Agradecemos al Cardenal Sarah sus reflexiones siempre claras y luminosas, sus recomendaciones impregnadas por un sentimiento de fe profunda: han sido y continuarán siendo un consuelo refrescante para muchas almas.

Primera parte aquí
* * *

Atención a la lógica del espectáculo

D
ebemos estar atentos: la multiplicación de misas filmadas podría acentuar esta lógica del espectáculo, esta búsqueda de emociones humanas. El Papa Francisco ha instado con fuerza a los sacerdotes a no convertirse en hombres de espectáculo, en showmasters, maestros del espectáculo. Dios se ha encarnado para que el mundo pudiera tener vida: Dios no ha venido en nuestra carne por el gusto de impresionarnos o de ofrecerse como espectáculo, sino para compartir con nosotros la plenitud de su vida. Jesús, que es el Hijo del Dios vivo (Mt 16, 16) y a quien el Padre ha dado tener vida en sí mismo (Jn 5, 26), no ha venido solamente para apaciguar la ira de su Padre o borrar alguna deuda pendiente. Ha venido para que tengamos vida y la tengamos en abundancia. Y nos da esta plenitud de vida muriendo en la cruz. Por esta razón, cuando el sacerdote, en una verdadera identificación con Cristo y con humildad, celebra la santa misa, debe poder decir: «Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 19-20). Debe desaparecer detrás de Jesucristo y permitir que Cristo esté en contacto directo con el pueblo cristiano. El sacerdote debe convertirse en un instrumento que deja traslucir a Cristo. No tiene que buscar la simpatía de la asamblea posando frente a ella como su interlocutor principal. Entrar en el espíritu del Concilio supone, por el contrario, desaparecer, renunciar a ser el punto focal. La atención de todos debe dirigirse a Cristo, a la Cruz, verdadero centro de todo culto cristiano. Se trata de dejar que Cristo nos tome y nos asocie a su sacrificio. La participación en el culto litúrgico debe entenderse como una gracia de Cristo «que asocia a la Iglesia» (SC 7). Es Él quien tiene la iniciativa y la primacía. «La Iglesia lo invoca como su Señor y siempre por medio de Él tributa culto al Padre eterno» (SC 7).

Asimismo, conviene estar atentos a la lógica de la eficiencia que genera el uso de Internet. Es habitual juzgar las publicaciones en función del número de «visitas» que suscitan. Esto induce la búsqueda de lo inesperado, de la emoción, de la sorpresa, «de lo viral».

El culto litúrgico es extraño a esta escala de valores. La liturgia nos pone realmente en presencia de la Trascendencia divina. Participar de verdad supone renovar en nosotros ese «estupor» que San Juan Pablo II tenía en alta estima (Cf. Ecclesia de Eucharistia, 6). Este sagrado estupor, este gozoso temor, requiere nuestro silencio ante la majestad divina. Con frecuencia se olvida que el silencio sagrado es uno de los medios que el Concilio señala para favorecer la participación. La participatio actuosa (participación activa) en la obra de Cristo supone, por tanto, dejar el mundo profano para entrar en «la acción sagrada por excelencia» (SC 7). A veces pretendemos, con cierta arrogancia, permanecer en nuestro nivel humano para entrar en lo divino. Por el contrario, en las últimas semanas hemos experimentado que para encontrar a Dios era útil salir de nuestras casas e ir a la suya, en su morada sagrada: la iglesia.

La liturgia es una realidad fundamentalmente mística y contemplativa y, en consecuencia, está fuera del alcance de nuestra acción humana: la entrada en la participación de su misterio es una gracia de Dios.

Un profundo dolor

Finalmente, me gustaría insistir en la realidad más sagrada de todas: la Sagrada Eucaristía. La privación de la comunión ha sido un profundo sufrimiento para muchos fieles. Lo sé y deseo expresarles mi profunda compasión. El sufrimiento es proporcional al deseo; creemos que Dios no dejará insatisfecho este deseo por Él. También hay que recordar que ningún sacerdote debe sentirse impedido de confesar y dar la comunión a los fieles en la iglesia o en las casas particulares, con las debidas precauciones sanitarias. Pero la situación de hambre eucarística puede llevarnos a una saludable toma de conciencia. ¿No nos hemos olvidado del carácter sagrado de la Eucaristía? Se oyen relatos de sacrilegios impresionantes: sacerdotes que envuelven las hostias consagradas en bolsitas de plástico o de papel, para permitir que los fieles utilicen libremente las hostias consagradas y se las lleven a sus casas; y también otros que distribuyen la sagrada comunión guardando la distancia adecuada utilizando, por ejemplo, pinzas para evitar el contagio. Cuán lejos estamos de Jesús que se acercaba a los leprosos y, extendiendo las manos, los tocaba para curarlos, o del Padre Damián que consagró su vida a los leprosos de Molokai (Hawái). Este modo de tratar a Jesús como un objeto sin valor es una profanación de la Eucaristía. ¿No la hemos considerado a menudo como cosa de nuestra propiedad? Muchas veces hemos comulgado por costumbre y rutina, sin preparación ni acción de gracias. La Comunión no es un derecho, es una gracia gratuita que Dios nos ofrece. Este tiempo nos recuerda que debemos temblar de gratitud y caer de rodillas ante la Sagrada Comunión.

Me gustaría recordar aquí unas palabras de Benedicto XVI: «También aquí, en el pasado reciente, de alguna manera se ha malentendido el mensaje auténtico de la Sagrada Escritura. La novedad cristiana respecto al culto ha sufrido la influencia de cierta mentalidad laicista de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Es verdad, y sigue siendo siempre válido, que el centro del culto ya no está en los ritos y en los sacrificios antiguos, sino en Cristo mismo, en su persona, en su vida, en su misterio pascual. Y, sin embargo, de esta novedad fundamental no se debe concluir que lo sagrado ya no exista, sino que ha encontrado su cumplimiento en Jesucristo, Amor divino encarnado. (...) Él no ha abolido lo sagrado, sino que lo ha llevado a cumplimiento, inaugurando un nuevo culto, que sí es plenamente espiritual pero que, sin embargo, mientras estamos en camino en el tiempo, se sirve todavía de signos y ritos, que sólo desaparecerán al final, en la Jerusalén celestial, donde ya no habrá ningún templo (cf. Ap 21, 22). Gracias a Cristo, la sacralidad es más verdadera, más intensa, y, como sucede con los mandamientos, también más exigente» (Homilía, Corpus Domini, 7 de junio de 2012).

En cuanto a nosotros, sacerdotes, ¿hemos sido siempre conscientes de estar segregados, consagrados para ser siervos, ministros del culto del Dios Altísimo? Como afirma el profeta Ezequiel, ¿vivimos en esta tierra conscientes de no tener otro patrimonio que Dios mismo? Por el contrario, quizá muchas veces hemos sido mundanos; hemos buscado la popularidad, el éxito según los criterios del mundo. También nosotros hemos profanado el santuario del Señor. Entre nosotros, algunos han llegado incluso a profanar este templo sagrado de la presencia de Dios: el corazón y el cuerpo de los más débiles, de los niños. Nosotros también debemos pedir perdón, hacer penitencia y reparar.

El peligro de la barbarie

Una sociedad que pierde el sentido de lo sagrado corre el riesgo de una regresión hacia la barbarie. El sentido de la grandeza de Dios es el corazón de toda civilización. En efecto, si todo hombre merece respeto es fundamentalmente porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. La dignidad del hombre es un eco de la trascendencia de Dios. Si ya no temblamos con un temor gozoso y reverencial ante la majestad divina, ¿cómo podríamos reconocer en cada persona un misterio digno de respeto? Si ya no queremos arrodillarnos humildemente y como signo de amor filial ante Dios, ¿cómo podríamos ser capaces de ponernos de rodillas ante la eminente dignidad de toda persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios? Si ya no aceptamos arrodillarnos respetuosamente y en adoración ante la presencia más humilde, más débil e insignificante, pero a la vez la más real y más viva que es la Sagrada Eucaristía, ¿cómo podríamos vacilar en matar al niño por nacer, el ser más débil, más frágil, y en legalizar el aborto, que es un crimen horrible y bárbaro? Porque ahora, gracias a los progresos de la genética fundamental, conocemos esta verdad ya científicamente establecida de manera definitiva e irrefutable: el feto humano, desde el momento de su concepción, es un ser humano completo. Si perdemos el sentido de la adoración a Dios, las relaciones humanas se teñirán de vulgaridad y de agresividad. Mientras más respetuosos seamos con Dios en nuestras iglesias, más delicados y amables seremos con nuestros hermanos durante el resto de nuestras vidas.

Alabar y dar gracias públicamente

Será necesario, pues, que los pastores, tan pronto como las condiciones sanitarias lo permitan, ofrezcan al pueblo cristiano la ocasión de adorar juntos y solemnemente la majestad divina en el Santísimo Sacramento. El Papa Francisco nos ha dado recientemente un ejemplo en la plaza de San Pedro. Habrá que alabar y dar gracias mediante procesiones públicas. Será la ocasión para que todo el pueblo se una y experimente que la comunidad cristiana nace del altar del sacrificio eucarístico. Aliento, tan pronto como sea posible, las manifestaciones de piedad popular, como el culto a las reliquias de los santos protectores de las ciudades. Es necesario que el pueblo de Dios manifieste ritual y públicamente su fe. Benedicto XVI decía: «Lo sagrado tiene una función educativa, y su desaparición empobrece inevitablemente la cultura, en especial la formación de las nuevas generaciones. Si, por ejemplo, en nombre de una fe secularizada y no necesitada ya de signos sacros, fuera abolida esta procesión ciudadana del Corpus Christi, el perfil espiritual de Roma resultaría «aplanado», y nuestra conciencia personal y comunitaria quedaría debilitada. O pensemos en una madre y un padre que, en nombre de una fe desacralizada, privaran a sus hijos de toda ritualidad religiosa: en realidad acabarían por dejar campo libre a los numerosos sucedáneos presentes en la sociedad de consumo, a otros ritos y otros signos, que más fácilmente podrían convertirse en ídolos. Dios, nuestro Padre, no obró así con la humanidad...» (Homilía, Corpus Domini, 7 de junio de 2012).

Estas manifestaciones serán ocasión de enfatizar el valor de súplica, de intercesión, de reparación por las ofensas hechas a Dios y de propiciación del culto cristiano. Sería  muy bueno, donde sea posible, que las procesiones de rogativas, incluyendo las letanías de los santos, sean revividas. Por último, quisiera insistir en la oración por los difuntos. En muchos países, los difuntos tuvieron que ser enterrados sin que se celebraran las exequias adecuadas. Debemos reparar esta injusticia. Además, quisiera deplorar aquí algunas prácticas recientes que favorecen el desarrollo de nuevas formas de disponer de los restos mortales, incluida la hidrólisis alcalina, donde el cuerpo del difunto se coloca en un cilindro de metal y se disuelve en un baño químico, dejando solo unos pocos fragmentos óseos similares a los que resultan de la incineración. Los residuos se descargan luego en las alcantarillas. El proceso de hidrólisis alcalina no manifiesta aquel respeto por la dignidad del cuerpo humano que viene declarado por la ley de la Iglesia. Pero, aunque no tengamos fe, es absolutamente inhumano, cruel e irrespetuoso tratar así a las personas que amamos y nos han amado tan tiernamente. «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios le aniquilará. Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (1 Cor 3, 16-17; Cf. también 6, 19). Por piedad filial, debemos rodear a todos los difuntos con una ardiente oración de intercesión por la salvación de sus almas. Animo a los pastores a celebrar misas solemnes por los difuntos. Sería bueno que en estos casos, según las costumbres de cada lugar, la misa estuviera seguida de una absolución celebrada en presencia de una representación simbólica de los difuntos (túmulo o catafalco), y de una procesión hacia el cementerio con bendición de las tumbas. Así la Iglesia, como verdadera madre, cuidará de todos sus hijos vivos y difuntos y presentará a Dios en nombre de todos un culto de adoración, de acción de gracias, de propiciación y de intercesión.

El gran tesoro de la Iglesia

En efecto, «lo que los Apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa y para una fe creciente del pueblo de Dios y a aumentar su fe; así la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree», dice el Concilio Vaticano II (Dei Verbum, n. 8). El culto divino es el gran tesoro de la Iglesia. Ella no puede mantenerlo oculto; ella invita a todos los hombres porque sabe que en su culto «se recoge toda la oración humana, todo el deseo humano, toda la verdadera devoción humana, la verdadera búsqueda de Dios, que finalmente se realiza en Cristo». (Benedicto XVI, Encuentro con el clero de Roma, 2 de marzo de 2010). Les reitero a todos mi profunda compasión en estos tiempos de prueba. Renuevo mi fraternal apoyo a los sacerdotes que se dedican en cuerpo y alma y sufren por no poder hacer más por su rebaño. Juntos, muy pronto, volveremos a ofrecer a todos el culto que pertenece a Dios y que nos hace su pueblo.

Robert, Cardenal Sarah
Prefecto de la Congregación para el Culto divino y la disciplina de los Sacramentos

No hay comentarios:

Publicar un comentario