«Una
nube de incienso vale mil sermones», escribió Nicolás Gómez Dávila. Efectivamente, es
algo muy propio del culto católico exprimir al máximo el valor y la belleza del
signo litúrgico no hablado. Una amenaza de nuestra actual liturgia consiste en
silenciar estos signos sagrados (incienso, cirios, paramentos, gestos, posturas,
etc.), a base de sustituirlos por elementos meramente funcionales, prácticos o
didácticos (explicaciones, lecturas, testimonios, etc.). Pienso, por ejemplo,
en las misas exequiales: contemplar al sacerdote rodear los restos mortales de
un fiel difunto con un incensario humeante, dice mil veces más que unas
emotivas oraciones improvisadas, o un centenar de testimonios laudatorios.
Aquí
dejo una preciosa reflexión de Romano Guardini sobre todo lo que una humilde
nube de incienso puede decir al alma humana.
«V
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llegar un ángel, que traía un incensario de oro, y púsose ante el altar. Y fuéronle
dados muchos perfumes... Y el humo de los perfumes subió por entre las
oraciones de los santos de la mano del ángel a la presencia de Dios». (Apoc.
8, 3-4.)
Así
el Apocalipsis de San Juan.
¡Cuánta
nobleza en ese colocar sobre las brasas los granos de dorado incienso, y en ese
humo perfumado que sube del incensario oscilante! Parece una melodía, hecha de
movimiento reprimido y de fragancia. Sin utilidad práctica alguna, a manera de canción.
Bello derroche de cosas preciosas. Amor desprendido y abnegado.
Como
allá en Betania, cuando fue María con el frasco de nardo precioso y lo derramó
sobre los pies del divino Maestro allí sentado, enjugándoselos luego con sus
cabellos; y de su fragancia se llenó la casa. No faltó entonces un espíritu
sórdido que murmurase: «¿A qué tal dispendio?» Pero el Hijo de Dios le atajó,
diciendo: «Dejadla, que para el día de mi sepultura lo guardaba.» (Jn.
12, 7.) Misterio de la muerte, del amor, del perfume y del sacrificio.
Pues
eso mismo acontece con el incienso: misterio de la belleza, que asciende
graciosamente, sin utilidad práctica; misterio del amor, que arde, y se consume
ardiendo, y no teme la muerte. Tampoco faltan aquí espíritus áridos que se
preguntan: ¿A qué todo esto?
Sacrificio
del perfume: eso dice la Escritura que son las oraciones de los santos (Apoc.
5, 8). Símbolo de la oración es el incienso, de aquella oración propiamente que
no piensa en fines prácticos; que nada quiere, y sube como el Gloria Patri
al término de cada salmo; que adora y da a Dios gracias «por ser tan glorioso».
Puede,
ciertamente, en este símbolo mezclarse la vanidad. Pueden también las nubes
aromáticas crear una atmósfera sofocante de misterio y ser ocasión de alucinamiento
religioso. Siendo así, razón tendrá la conciencia cristiana en protestar,
reclamando la oración «en espíritu y verdad» (Jn. 4, 24), y en
recomendar austeridad y honradez. Pero también en religión suele haber
tacañería, nacida, como el comentario de Judas, de mezquindad de espíritu y sequedad
de corazón. Para tales roñosos, la oración es cosa de utilidad espiritual y
debe mostrarse circunspecta y burguésmente razonable.
Semejante
mentalidad echa en olvido la regia munificencia de la oración, que es dádiva;
desconoce la adoración profunda; ignora el alma de la oración, que nunca
inquiere el porqué ni el para qué, antes bien asciende, porque es
amor, y perfume, y belleza. Y cuanto más amor, tanto es más ofrenda; y del
fuego consumidor sube la fragancia». (Romano Guardini, Los signos sagrados,
Barcelona 1965, p. 75-76).
Muy bonito. Es curioso que no se use más en todos lados.
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