San Bernardino del Greco
El nombre de Jesús en
labios de los santos tiene una fuerza y encanto sin igual. San Bernardino de
Siena, insigne predicador franciscano en la Italia renacentista, hizo del Santo
Nombre de Jesús un tema predilecto de sus sermones. Sirviéndose de su vasta formación
religiosa y humanista, también supo dar formas plásticas a su enseñanza con mucho provecho para las almas. Hizo del anagrama cristológico IHS (interpretado
popularmente como Iesus Hominum Salvator, Jesús Salvador de los hombres)
un verdadero estandarte de su predicación: lo mandó pintar en letras doradas
para llevarlo como bandera en sus viajes, y así logró que fuera reproducido en casas,
iglesias y edificios públicos. En sus sermones se perciben destellos
de esa sublime doctrina paulina sobre la fuerza redentora del nombre del Salvador.
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l nombre de Jesús es el
esplendor de los predicadores, ya que su luminoso resplandor es el que hace que
su palabra sea anunciada y escuchada. ¿Cuál es la razón de que la luz de la fe
se haya difundido por todo el orbe de modo tan súbito y ferviente sino la
predicación de este nombre? ¿Acaso no es por la luz y la atracción del nombre
de Jesús que Dios nos llamó a la luz maravillosa? A los que de este modo hemos
sido iluminados, y en esta luz vemos la luz, dice con razón el Apóstol: Un
tiempo erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor: caminad como hijos de
la luz.
Por lo tanto, este nombre
debe ser publicado para que brille, no puede quedar escondido. Pero no puede
ser predicado con un corazón manchado o una boca impura, sino que ha de ser
colocado y mostrado en un vaso escogido. Por esto dice el Señor, refiriéndose
al Apóstol: Éste es un vaso que me he escogido yo para que lleve mi nombre a
los gentiles, a los reyes y a los hijos de Israel. Un vaso —dice— que me he
escogido, como aquellos vasos escogidos en que se expone a la venta una bebida
de agradable sabor, para que el brillo y esplendor del recipiente invite a
beber de ella; para que lleve —dice— mi nombre.
En efecto, del mismo modo
que un campo, cuando se enciende fuego en él, queda limpio de todas las zarzas
y espinas secas e inútiles, y así como, al salir el sol y disiparse las
tinieblas, se esconden los asaltantes, los maleantes nocturnos y los que entran
a robar en las casas, así la predicación de Pablo a los pueblos, semejante al
fragor de un gran trueno o a un fuego que irrumpe con fuerza o a la luz de un
sol que nace esplendoroso, destruía la infidelidad, aniquilaba la falsedad,
hacía brillar la verdad, como cuando la cera se derrite al calor de un fuego
ardiente.
Él llevaba por todas
partes el nombre de Jesús, con sus palabras, con sus cartas, con sus milagros y
ejemplos. Alababa siempre el nombre de Jesús, y lo llamaba en su súplica. El
Apóstol llevaba este nombre como una luz, a los gentiles, a los reyes y a los
hijos de Israel, y con él iluminaba las naciones, proclamando por doquier
aquellas palabras: La noche va pasando, el día está encima; desnudémonos, pues,
de las obras de las tinieblas y vistámonos de las armas de la luz. Andemos como
en pleno día, con dignidad. Mostraba a todos la lámpara que arde y que ilumina
sobre el candelero, anunciando en todo lugar a Jesucristo, y éste crucificado.
De ahí que la Iglesia,
esposa de Cristo, apoyada siempre en su testimonio, se alegre, diciendo con el
salmista: Dios mío, me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus
maravillas, es decir, que las relataba siempre. A esto mismo exhorta el
salmista, cuando dice: Cantad al Señor, bendecid su nombre, proclamad día tras
día su salvación, es decir, proclamad a Jesús, el salvador enviado por Dios».
(De los Sermones de San Bernardino de Siena, presbítero (Sermón 49, Sobre el
glorioso nombre de Jesucristo, cap. 2; Opera omnia 4, 505-506).
Fuente: vatican.va
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