domingo, 24 de mayo de 2020

PENDIÓ DEL MADERO Y AHORA ESTÁ SENTADO EN EL CIELO

Misal Romano de fines del siglo XVIII

En este breve sermón sobre la Ascensión del Señor, San Agustín esboza una de sus peculiares tesis sotereológicas: la muerte de Cristo como cebo tendido a Satanás para ruina suya y rescate nuestro. El demonio, al instigar la muerte de Cristo, el Cordero inmaculado e inocente, y regocijarse en ella, cometió tal injusticia que perdió todos «sus derechos» sobre la humanidad caída y sometida al imperio de la muerte.

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«L
a glorificación de nuestro Señor Jesucristo llegó a su término con su resurrección y ascensión. Su resurrección la celebramos el domingo de Pascua, su ascensión la celebramos hoy. Uno y otro son días de fiesta para nosotros, pues resucitó para dejarnos una prueba de la resurrección, y ascendió para protegernos desde lo alto. Tenemos, pues, como Señor y Salvador nuestro a Jesucristo que, primero, pendió del madero y, ahora, está sentado en el cielo. Pendiendo del madero, pagó nuestro precio; sentado en el cielo, reúne lo que compró.

Una vez que haya reunido a todos, obra que realiza en el curso del tiempo, vendrá al final de los tiempos, según está escrito: Dios vendrá manifiestamente (Sal 49, 3). No vendrá encubierto, como la primera vez, sino al descubierto, según acaba de afirmarse. En efecto, convenía que viniese encubierto para ser juzgado, pero vendrá al descubierto para juzgar. Si hubiese venido al descubierto la primera vez, ¿quién hubiese osado juzgarle, mostrando a las claras quién era? Ya el mismo apóstol Pablo dice: Pues, si lo hubiesen conocido, nunca hubiesen crucificado al rey de la gloria (1 Cor 2, 8). Y si a él no le hubiesen entregado a la muerte, no hubiese muerto la muerte. El diablo fue vencido en lo que era su trofeo. Él saltó de gozo cuando, sirviéndose de la seducción, arrojó al primer hombre a la muerte. Seduciéndolo, dio muerte al primer hombre; dando muerte al último, libró al primero de sus propios lazos.

La victoria de nuestro Señor Jesucristo se convirtió en plena con su resurrección y ascensión al cielo. Entonces se cumplió lo que habéis oído en la lectura del Apocalipsis: Venció el león de la tribu de Judá (Ap 5, 53). A él se le llama, a la vez, león y cordero: león por su fortaleza, cordero por su inocencia; león en cuanto invicto, cordero en cuanto manso. Este cordero degollado venció con su muerte al león que busca a quien devorar. También al diablo se le llama león por su fiereza, no por su valor. Dice el Apóstol Pedro: Conviene que estemos vigilantes contra las tentaciones, porque vuestro adversario el diablo ronda, buscando a quien devorar (1 Pr 5, 8). Indicó también cómo hace la ronda: Cual león rugiente ronda buscando a quien devorar. ¿Quién no iría a parar a los dientes de este león si no hubiera vencido el león de la tribu de Judá? Un león frente a otro león y un cordero frente al lobo. El diablo saltó de gozo cuando murió Cristo, y en la misma muerte de Cristo fue vencido el diablo. Como en una ratonera, se comió el cebo. Gozaba con la muerte cual si fuera el jefe de la muerte. Se le tendió como trampa lo que constituía su gozo. La trampa del diablo fue la muerte del Señor; el cebo para capturarle, la muerte del Señor. Ved que resucitó nuestro Señor Jesucristo. ¿Dónde queda la muerte que pendió del madero? ¿Dónde quedan los insultos de los judíos? ¿Dónde la hinchazón y soberbia de los que ante la cruz agitaban su cabeza y decían: Si es el Hijo de Dios, que baje de la cruz? (Mt 27, 40-42). Ved que hizo más de lo que le exigían ellos en chanza; en efecto, más es resucitar del sepulcro que descender del madero.

Y ahora, ¡qué gloria la suya al haber ascendido al cielo y estar sentado a la derecha del Padre! Por eso no lo vemos, como tampoco lo vimos colgar del madero, ni fuimos testigos de su resurrección del sepulcro. Todo esto lo creemos, lo vemos con los ojos del corazón. Se nos alabó por haber creído sin haber visto. A Cristo lo vieron también los judíos. Nada tiene de grande ver a Cristo con los ojos físicos; lo grandioso es creer en Cristo con los ojos del corazón. Si se nos presentase ahora Cristo, se parase ante nosotros, callado, ¿cómo sabríamos quién era? Y además, en caso de permanecer callado, ¿de qué nos aprovecharía? ¿No es mejor que, ausente, hable en el evangelio antes que, presente, esté callado? Y, sin embargo, no está ausente si se le aferra con el corazón. Cree en él y lo verás. No está ausente a tus ojos y posee tu corazón. Si estuviese ausente de nosotros, sería mentira lo que acabamos de oír: He aquí que yo estoy con vosotros hasta el fin de los tiempos (Mt 28,20)». (San Agustín, Sermón 263).

Fuente: augustinus.it

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