lunes, 25 de septiembre de 2017

MEJOR ADORAR QUE ANIMAR

Siempre he considerado que la figura del animador litúrgico encierra el reconocimiento tácito del gran fracaso litúrgico contemporáneo. Cuando los signos litúrgicos se vuelven incapaces de hablar por sí mismos y necesitan de reanimación, es casi seguro que estamos en presencia de un cadáver. Por esta razón me ha interesado un artículo de Aldo Maria Valli, particularmente luminoso sobre el tema, cuya traducción presento a continuación.

¿Animar la Liturgia? No, gracias. Mejor servirla
Por Aldo Maria Valli
E
ntro en una librería y veo numerosos «subsidios para la animación litúrgica». Frente a este tipo de textos, siempre quedo un poco perplejo. ¿Qué cosa debería ser animada por la liturgia? Para ser sincero, nuestras liturgias me parecen ya demasiado animadas, en el sentido de que veo mucha humana fantasía y poco recogimiento, una cierta confusión y poca adoración.
La cháchara que hay en la iglesia, antes del comienzo de una celebración, es reveladora. ¿Será posible que la gente no sea capaz de estar en silencio ni siquiera en esta circunstancia? ¿Será posible que ya no se esté en condiciones de distinguir entre un espacio y un tiempo ordinario y un espacio y un tiempo sagrado?
Más que subsidios para la animación litúrgica, yo publicaría subsidios para enseñar el silencio.
Según un querido amigo mío, la idea de que la liturgia tenga que ser «animada» nace del hecho de que hay también muchos católicos que ignoran qué cosa sea la liturgia católica. Ya no la viven como el lugar, el contexto en el que es posible acercarse a Dios a través de su Hijo; el lugar en el que se puede tocar a Cristo mediante los sacramentos, sino como una simple reunión social. De aquí que el énfasis recaiga sobre la animación. Si en el centro se encuentra la comunidad, como si la liturgia consistiera en el encontrarse de la comunidad misma, entonces llega a ser importante la animación. Como en las fiestas de niños, dónde la presencia del animador parece cosa obligada.
Nosotros, me dice mi amigo, quizá todavía hablamos de «comunión», pero la imaginamos como una simple reunión social hacia la cual todo se orienta; incluso la Santa Misa se convierte en ocasión de compartir socialmente.
Este modo de ver la liturgia tiene una consecuencia importante: puesto que ya no es culto, es decir, literalmente, cultivo de la relación con Dios, sino simplemente reunión, el objetivo número uno llega a consistir en no excluir a nadie. En el mismo momento en que la asamblea se constituye como protagonista, el fin se convierte en la asamblea misma. Por tanto, mientras más grande sea la asamblea, mejor. De aquí la idea de que en la liturgia puedan participar todos, independientemente del propio estado espiritual o de la propia fe.
En esta visión, dominada por la idea de que la liturgia es una reunión y la asamblea su protagonista, el mal no está en la incapacidad de dar gloria a Dios, sino en la posible exclusión de alguno. Por tanto, puertas abiertas.
Pero así se olvida que la liturgia católica no es un simple reencontrarse, en sentido genérico. Es comunión en el Espíritu Santo, comunión de los bautizados. Se olvida que a la eucaristía se llega proviniendo del bautismo.
Dice mi amigo, que es un teólogo experto: el pensamiento común sostiene que todos somos hijos de Dios y que, por tanto, nadie puede ser excluido de la liturgia. Pero no todos somos bautizados, y la liturgia católica es para los bautizados, para gente que está en comunión en el Espíritu Santo. Decir que todos somos hijos de Dios, dando a entender de este modo que somos todos iguales, significa negar el bautismo. Si para entrar en la Iglesia y participar en la liturgia basta ser hijo de Dios, ¿qué necesidad hay del bautismo? Y si no hay necesidad del bautismo, ¿por qué no admitir a todos a la eucaristía, incluso a los no católicos?

Para mi amigo teólogo, en el momento en que la liturgia pierde su connotación divina y se convierte exclusivamente en un hecho social, también la comunidad cristiana pierde la fe en el Dios encarnado. En su sitio, tenemos una genérica fe en un Dios universal. Tenemos un vago deísmo, que gusta mucho al mundo pero no es católico. Desde este punto de vista, la crisis de la fe tiene su presupuesto, quizá el más relevante, precisamente en la crisis de la liturgia.

La liturgia tiene sentido en la medida en que el cielo desciende sobre la tierra, y lo divino entra en lo humano. Si esta dimensión divina se descuida o, peor aún, se niega, estamos frente a una falsificación de la liturgia. Quizá formalmente pueda parecer todavía católica, pero en sustancia es falsa. Ya no transmite más la fe en el hombre Jesucristo que ha venido al mundo, sino que celebra al hombre.
¿El remedio? Hacer renacer el sentido de lo sagrado en los corazones.
Según mi amigo, muchos fieles, por aquí y por allá, se han dado cuenta y buscan refugio, para que la liturgia vuelva a ser un acto de glorificación a Dios, en un espacio y en un tiempo sagrados, y no simple espectáculo social. En una época como la nuestra, marcada por una gran confusión, es necesario volver a lo fundamental: reconocer lo sagrado, distinguiéndolo de lo ordinario; reconocer que la liturgia es el espacio y el tiempo en los que Dios, y no el hombre, tiene sus derechos. Y enseñarlo a los bautizados desde niños.
Más que de animación hay necesidad de estupor ante el misterio de lo sagrado. La liturgia no debe ser animada. Si acaso, debe ser servida.

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