Con
un sugestivo y entrañable relato, José Pérez Adán, sociólogo, docente de la
Universidad de Valencia y gestor de la Secretaría de la Universidad Libre
Internacional de las Américas en dicha ciudad, ha querido compartir con amigos
y colegas una experiencia suya reciente e inolvidable: su reencuentro con la
antigua liturgia. Agradecemos la gentileza de facilitarnos el texto para su publicación,
y deseamos que su lectura sea augurio de vivencias similares.
EL VIEJO MISAL
Por José Pérez Adán
S
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iguiendo el consejo de
un santo lo guardé cuando dejó de usarse. Le tenía cariño y de hecho lo he
venido leyendo y repasando con asiduidad nostálgica muchos años, deseando tener
la oportunidad de asistir de nuevo con la devoción de mi juventud a una misa de
aquellas. Cuando Benedicto XVI promulgó Summorum
Pontificum en 2007 pensé que había llegado el momento y que ya no tendría
que esperar más y que encontraría facilidades por doquier para reencontrarme
con esa piedad bendita y bella. Pero no. Mi desengaño fue grande al constatar
que los clérigos (incluso algunos que habían oído el mismo consejo de labios
del mismo santo) ya se habían acostumbrado a mandar un poco más y estaban
cómodos decidiendo (¡espejismo de libertad!) la posibilidad litúrgica del día
como permitía la reforma, y centrando las miradas de la feligresía en ellos
mismos. Por más que busqué, ahora al amparo del derecho, no encontré ni
siquiera entre los más veteranos quien detectase su deber en el derecho del
laico, como dice el Motu Propio del papa Benedicto.
He conocido a bastantes
sacerdotes pero ahora solo unos pocos auténticamente servidores. Muchos se han
tornado mandones y pagados de sí mismos, y últimamente vuelven los trabucaires,
esos que ven en la moral una excusa para hablar y pontificar de política y
asuntos profanos por doquier. Siempre me he confesado un católico anticlerical
pero creo que hoy en día tengo más razones para justificarlo a ojos extraños.
Ayer, sin embargo,
encontré un cura que me devolvió un hálito de esperanza y alegría. Un amigo me
invitó a la misa que según el modo extraordinario se celebra los domingos en
Valencia en la ermita de Santa Lucía, uno de los dos únicos templos que no fue
profanado en la persecución religiosa del 36 en la ciudad (por cierto la más
sangrienta de memoria histórica conocida). Era la primera vez que volvería a
usar mi viejo misal después de tantos años en una celebración eucarística. La
verdad es que iba con prevención. Temía encontrarme con un grupo de viejos
intransigentes haciendo ostentación de tozudo enfrentamiento y también temía no
encontrar la visibilidad formal de la sumisión a Dios que añoraba. Mis temores
se desvanecieron enseguida. La feligresía era bastante más joven que la
habitual en las misas de domingo. A mi lado se sentó un muchacho de unos quince
años que contestaba en latín sin necesidad de leer su misal. Todos sabíamos lo
que hacíamos ahí. El centro de atención era el sagrario y el protagonista Dios
Padre, a quien se ofrecía el sacrificio. El cura no se hizo notar en absoluto,
ni siquiera en su breve homilía de menos de cinco minutos. De hecho podía haber
sido cualquier otro y la solemnidad y recogimiento quedaron salvados en todo
momento. Hizo lo que tenía que hacer muy bien impersonando al oferente y
víctima y, por tanto, pasando desapercibido. Todo muy preciso, fluido y digno.
Al contrario de lo que ocurre en otros templos, y eso que era mi primera vez
después de tanto tiempo, no hubo casi ninguna distracción y todo pasó o se me
hizo muy rápido. ¡Qué bien!, ¡qué gusto!, ¡qué paz!
Al salir saludé a algún
conocido con sorpresa mutua y volviendo a casa en el autobús, ciertamente
emocionado, contemplé mi viejo misal, lo acaricié y besé con cariño. Y
comprendí un poco más y mejor, agradecido, a ese sacerdote santo que me
aconsejó conservarlo.
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