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a
mención a las manos «santas y venerables» del Señor en el relato de la institución
del Canon Romano, parece recoger una antigua expresión de San Clemente Romano
presente ya en su primera carta a los Corintios. En ella, Clemente exhorta a
los fieles de aquella Iglesia a no abandonar por desidia las buenas obras, de
modo análogo a como Dios, Artífice y Dueño de todas las cosas, se regocija y
complace en el cuidado y gobierno de sus criaturas. Así, luego de referirse a
la creación del cielo y de la tierra, añade: «Finalmente, con sus santas e
inmaculadas manos, plasmó al hombre, la criatura más excelente y grande por
su inteligencia, imprimiéndole el cuño de su propia imagen» (San Clemente I
Cor 33, 4).
El
paso de las manos omnipotentes del Creador a las manos santas del
Redentor en la liturgia, tiene profundidad teológica. «Tus manos me hicieron
y me plasmaron» (Sal 119, 73), dice el salmista con humildad y gratitud. Esas
mismas manos se han hecho ahora carne en las santas y venerables manos de Cristo, convirtiéndolas en instrumento de santificación y redención. En sus santas y
venerables manos nos toma Cristo para ofrecernos al Padre junto con él; a su
vez, por sus santas y venerables manos se derrama sobre nosotros toda suerte de
gracias y bendiciones. Por esas manos volvió la vista a muchos ciegos, la
limpieza a muchos leprosos, la maravillosa sinfonía del sonido a muchos sordos,
la agilidad a innumerables cojos y tullidos… Pero, sobre todo, por esas manos
llega al cielo todo el honor y toda la gloria que el Creador se merece (omnis honor et gloria).
¡Qué
evocadoras resultan las santas y venerables manos del Señor!
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