Quizá
algún celoso liturgista justificaría la omisión a las manos santas y venerables
de Cristo en las nuevas plegarias eucarísticas, alegando que no se encuentra en
los relatos del nuevo Testamento. Cierto, pero la liturgia nunca ha sido un
«copy-paste» de la Escritura; hace años lo hacía notar G. Chevrot en su hermoso
libro sobre la Misa: «Releamos este texto, tan legítimamente querido por todos
los cristianos: La víspera de Su Pasión (Jesús) tomo el pan en Sus santas y
venerables manos. Nuestros cuatro Evangelios –y este es un hecho sobre el cual
jamás se insistirá demasiado- no contienen ninguna palabra de alabanza dirigida
a Jesús; sus autores se limitan a resumir unos hechos y unos discursos en un
relato rigurosamente objetivo. Pero semejante reserva no se comprendería en el
culto cristiano. Así el texto del Canon ha añadido dos adjetivos en homenaje al
Salvador. Y más que para evocar el poder de las manos de Jesús, que, por haber
devuelto la vista a los ciegos y la vida a los cadáveres, podían mandar a los
elementos materiales, lo ha hecho para que admiremos cómo «Sus manos santas y
venerables» estuvieron siempre al servicio de Su amor hacia nosotros» (Georges
Chevrot, Nuestra Misa, Ed. Rialp, Madrid 1962, p. 233-234).
La
fe en el portentoso milagro de la transubstanciación, obrado por primera vez en
las mismísimas manos de Jesucristo, vuelve del todo comprensible el deseo de
enriquecer el relato de la institución eucarística para su uso cultual. No
extraña, por tanto, que desde temprana edad, los primeros cristianos, echando
mano de elementos de la tradición, quisieran subrayar la majestuosidad de la
persona de Cristo, cuando, en esa hora sublime, se disponía a instituir el
Sacrificio de la Nueva Alianza. De este modo, en la mayoría de las anáforas de
las grandes familias litúrgicas, encontramos que el relato de la institución
viene introducido por una piadosa mención a la humanidad santa de Cristo,
específicamente a sus manos sacratísimas y algunas veces a sus ojos. Veamos
algunos ejemplos.
La
anáfora de la Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo, quizá la más extendida en
el oriente cristiano, introduce así el relato de la institución:
«…en la noche en que fue entregado –o más bien, se entregó a
Sí mismo por la vida del mundo– tomó pan en sus santas, puras e inmaculadas
manos, y dando gracias lo bendijo, lo santificó y partió, y lo dio a sus santos
discípulos y apóstoles diciendo: Tomad y comed: éste es mi Cuerpo, que por
vosotros es partido para la remisión de los pecados».
En
la emblemática anáfora de San Basilio, leemos:
«Cuando iba, en efecto, a ir a su voluntaria, celebrada y
vivificante muerte, la noche en que se entregó a sí mismo para la vida del
mundo, tomó pan en sus santas e inmaculadas manos, mostrándotelo a ti Dios y
Padre; dando gracias, bendiciendo, santificando, partiéndolo, lo dio a sus
santos discípulos y apóstoles diciendo: "Tomad y comed, esto es mi cuerpo,
partido por vosotros para el perdón de los pecados».
La
anáfora de San Marcos, posiblemente una de las fuentes del Canon Romano, dice así:
«Porque el mismo Señor, y Dios, y Salvador, y Rey nuestro
absoluto Jesucristo, la noche en que se entregaba a sí mismo por nuestros
pecados y soportaba la muerte en su carne por todos, mientras estaba recostado
con sus santos discípulos y apóstoles, tomando pan en sus santas, puras e
irreprensibles manos, elevando los ojos al cielo, hacia ti, Padre suyo, Dios
nuestro y Dios de todos los seres, dando gracias, bendiciendo, santificando,
partiéndolo, lo dio a sus santos y bienaventurados discípulos y apóstoles,
diciendo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo, partido por vosotros y distribuido
para el perdón de los pecados».
¡Cuánto
respeto en esos adjetivos –auténticos dardos de amor– para referirse a las
manos de nuestro Redentor! Bastaría este hermoso detalle de piedad litúrgica
para preferir habitualmente el Canon Romano a las otras plegarias eucarísticas.
Todos estos bellísimos textos demuestran que nuestro Canon Romano es antiquísimo y la convergencia con las Anáforas orientales indica un origen apostólico común de las santísimas Preces que rodean la Consagración y la mismas Palabras divinas de la Consagración.
ResponderEliminarAunque el Nuevo Ordinario de la Misa sea esencialmente válido -pues las palabras sustanciales de la Consagración no han cambiado, ni tampoco la intención ( véase la rúbrica : "en las formulas que siguen las palabras del Señor han de pronunciarse con claridad -distincte et aperte- como lo requiere la naturaleza de éstas" ) a pesar de esto el atrevimiento ha sido tan grande al redactar las nuevas Plegarias Eucarísticas -cosa jamás vista en la Historia de la Liturgia- que nos estremece. Así está la Liturgia Romana y no permita Dios que esto empeore.