lunes, 24 de julio de 2017

LA IGLESIA Y SU DEBER PARA CON EL LATÍN


Publico la traducción castellana de un sugerente artículo del padre David Friel sobre los lazos que atan la Iglesia y la lengua latina. Inspirado en un texto de Juan Pablo II, el Padre Friel hace un planteamiento ingenioso de las relaciones entre la Iglesia y el latín: no nos recuerda tanto los beneficios del latín, sino que nos invita a pensar sobre los deberes que la Iglesia guarda para con esta lengua señera que ha acompañado su vida desde los orígenes. El interés con que hoy tantas naciones y culturas tratan de rehabilitar y conservar sus lenguas aborígenes, contrasta con el generalizado desinterés que se observa dentro de la Iglesia por las lenguas con las que guarda vínculos históricos indisolubles.

JPII: "La Iglesia romana tiene obligaciones
especiales con el latín"

Por Fr. David Friel
Artículo original: ccwatershed.org

¿C
uál es el papel del latín en la Iglesia contemporánea? Por un lado, el latín sigue siendo el idioma oficial de la Iglesia y de su liturgia; por otra parte, el estudio del latín se abandona en gran medida y no se utiliza en la mayoría de sus ámbitos posibles.
¿Cuál debería ser el rol de la lengua latina en la Iglesia del siglo XXI?
Nos vendría bien revisar algunas palabras escritas por el Papa San Juan Pablo II en su carta del Jueves Santo de 1980. En la tercera sección de la carta, el Santo Padre aborda el tema de las "dos mesas del Señor" (Palabra y Eucaristía). El reconoce las dimensiones positivas de las lecturas en lengua vernácula introducidas después del Concilio Vaticano II: «El hecho de que estos textos sean leídos y cantados en la propia lengua, hace que todos puedan participar y comprenderlos más plenamente» (Dominicae cenae, 10).
Pero a renglón seguido, Juan Pablo II observa que la introducción de la lengua vernácula también ha causado ciertos efectos negativos. Dice al respecto:
«No faltan, sin embargo, quienes, educados todavía según la antigua liturgia en latín, sienten la falta de esta ‘lengua única’, que ha sido en todo el mundo una expresión de la unidad de la Iglesia y que con su dignidad ha suscitado un profundo sentido del Misterio Eucarístico. Hay que demostrar pues no solamente comprensión, sino también pleno respeto hacia estos sentimientos y deseos y, en cuanto sea posible, secundarlos, como está previsto además en las nuevas disposiciones» (Dominicae cenae, 10).
Luego, como restándole importancia, el Santo Padre hace una declaración portentosa: «La Iglesia romana tiene especiales deberes con el latín, espléndida lengua de la antigua Roma, y debe manifestarlo siempre que se presente la ocasión» (Dominicae cenae, 10).
Se trata, por cierto, de una declaración absolutamente extraordinaria. No dice simplemente que la Iglesia tiene una relación amistosa con el latín; no dice solamente que hay una conexión histórica entre la Iglesia y la lengua latina; tampoco dice que el latín haya sido solamente útil a la Iglesia. El tenor de esta afirmación se mueve al nivel de un «deber». La Iglesia, según San Juan Pablo II, tiene obligaciones hacia la lengua latina.
Esta visión de la relación de la Iglesia con el latín es muy diferente a la perspectiva sostenida por muchos liturgistas postconciliares. Considérese, por ejemplo, la siguiente reflexión de la obra clásica de Martimort, La Iglesia en Oración:
«Por otra parte, queda todavía lugar, por más restringido que sea, para el repertorio tradicional, testigo de la oración de las diversas generaciones  cristianas, y sobre todo para el canto gregoriano latino, que es el único que puede asegurar fácilmente la participación de todos en una asamblea internacional» (A.G. Martimort, La Iglesia en Oración. Introducción a la Liturgia, Ed. Herder, Barcelona 1987, p. 194).
Esta visión considera el latín como una cosa curiosa, si bien amable, del pasado histórico de la Iglesia. Tal enfoque me parece irónicamente miope. Martimort comienza por reconocer que el lugar del repertorio latino tradicional es bastante limitado, para terminar alabando el valor del repertorio latino en las reuniones internacionales. Esto es esencialmente una profecía autodestructiva. Si el uso del canto gregoriano va a ser generalmente reducido por ser hoy bastante «limitado», después de un período bastante corto, dejará de ser una fuente efectiva de unidad entre los fieles en las reuniones internacionales.
Parece que aquí se puede observar algo evidente; después de todo, ¿no es este el modo en que la situación se ha desarrollado durante los años transcurridos desde el concilio? El abandono extendido de la herencia musical de la Iglesia a raíz del Concilio ha dejado a generaciones enteras de católicos sin el conocimiento práctico o la experiencia vivida del canto gregoriano, de tal manera que el uso del latín en las reuniones internacionales rara vez logra ayudar a los fieles «a participar fácilmente».
El efecto natural de «limitar» el repertorio tradicional parece tan evidente, que uno se pregunta si la ignorancia generalizada del latín y del canto no se deba más bien a un proyecto.

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El Papa Juan Pablo II no especificó cuáles eran esas «obligaciones hacia el latín» por parte de la Iglesia cuando las mencionó en 1980. Tal vez valga la pena hacerlo ahora.

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