Entre
tantos artículos que han aparecido con motivo del décimo aniversario de
Summorum Pontificum, me he topado con un testimonio breve y finísimo de
Stefanno Chiappalone, que ahora presento traducido al español. El autor,
colaborador de Alleanza Cattolica,
familiarizado con los temas belleza y culto –la via pulchritudinis de Benedicto XVI–, nos narra su primer encuentro
con la antigua liturgia y cómo la belleza exuberante de su rito le condujo a entrever la belleza que se aloja en el corazón de todo rito auténticamente
católico. En sus palabras veo también insinuada una delicada razón de por qué la forma extraordinaria del rito romano no conviene que sea
alterada, pues su inmutabilidad es su riqueza, como sucede siempre con cualquier
obra de arte. Paradójicamente, pretender enriquecerla sería empobrecerla.
10 años de "Summorum Pontificum"
Por Stefano Chiappalone
Fuente: alleanzacattolica.org
C
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orría
el año 2001 y todavía recuerdo con asombro las páginas de un viejo misal con
las palabras: «Introibo ad altare Dei: ad
Deum qui laetificat iuventutem meam»; «Llegaré al altar de Dios. Al Dios
que alegra mi juventud». Efectivamente, mi joven edad de entonces se alegró no
poco cuando, de allí a pocos meses, esas palabras tomaron cuerpo en la capilla
de unos amigos sacerdotes que oficiaban también con el viejo misal gracias al
indulto concedido por el Papa San Juan Pablo II (1978- 2005). El sacerdote
mismo desaparecía, vuelto también él en dirección al Oriente, vuelto hacia el
Señor, como cada uno de los fieles; una multitud de gestos, reverencias y
genuflexiones, de signos de la cruz y besos al altar. Quizá demasiados, según
cierto racionalismo moderno que ignora la lógica del amor. ¿Pero qué madre no
multiplicaría las caricias hacia su hijo? ¿Y qué enamorado es parco en los
besos para con su amada? La liturgia de los gestos se entrelazaba luego con la
del silencio, en un continuo in crescendo de lo que, en términos profanos,
podríamos definir como el clímax de un drama que va de la tragedia del Gólgota
a la poesía de aquel Prólogo del Evangelio de Juan, que concluía la celebración
como destilando el misterio recién vivido: «Et
Verbum caro factum est et habitavit in nobis: et vidimus gloria eius», «y
el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria».
También
la belleza de la liturgia evangeliza, como lo demuestra el famoso episodio de
la conversión de Rus [pueblos del actual norte de Rusia, N. de T.] y, en
tiempos más recientes, el número –quizá no mayoritario, pero no por eso
irrelevante– de aquellos que después de diez años vuelven con el ánimo
agradecido a aquel 7 de julio de 2007, cuando el entonces Papa Benedicto XVI
(2005-2013), con el motu proprio Summorum
Pontificum, reconocía la plena ciudadanía en la Iglesia a la liturgia
anterior a las reformas que tuvieron lugar a finales de 1970; liturgia que
existe, por tanto, como la «forma extraordinaria», junto a la más reciente. El
origen de tal propuesta no respondía a la simple nostalgia, ya que «… también
personas jóvenes descubren esta forma litúrgica, se sienten atraídos por ella y
encuentran en la misma una forma, particularmente apropiada para ellos, de
encuentro con el Misterio de la Santísima Eucaristía» (Carta a los Obispos con
ocasión de la publicación del motu proprio del 7 de julio de 2007).
Entre
los críticos de aquel documento pontificio no faltó quien redujera este fenómeno
a puro esteticismo, como si se tratara de una cuestión de meras decoraciones
del altar o adornos en los ornamentos. Si no fuese tan reductiva, tal crítica
tendría incluso algo de verdad; lo que me atrajo de la liturgia antigua fue
también sin duda una experiencia estética, pero se trataba de una belleza en
tal modo grande y eterna, que para poder expresarla no hubiese bastado todo el
oro y el incienso del mundo. En aquel antiguo misal, que hojeaba con el asombro
de tener entre las manos algo que estaba entre un samizadt [término que designaba la copia y distribución
clandestina de literatura prohibida por el régimen soviético, N. de T.] y un
fragmento de un planeta por descubrir, entreveía la belleza que se encuentra en
el corazón de toda liturgia. A través de la «misa extraordinaria» descubrí que
toda misa, en cualquier rito, es extraordinaria. Y confieso que sentí nostalgia,
no tanto del pasado, cuanto de aquellas cosas del más allá y que están por
venir, «aquellas cosas que ni ojo vio,
ni oído oyó» (1 Cor 2, 9).
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