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ahora, ¿qué lengua será bastante a declarar, o
qué entendimiento a comprender, oh Virgen Santa, la inmensidad de tus
desolaciones? Presente a todos esos martirios, participando en todos ellos,
viste con tus propios ojos aquella carne
bendita y santa, que tú virginalmente concebiste, y tiernamente alimentaste y criaste, y tantas veces reclinaste en tu seno y besaste juntando labios con
labios, vístela desgarrada por los azotes, perforada por las espinas, ya herida
con la caña, ya injuriada con puñadas y bofetones, ya taladrada con clavos, ya
pendiente del madero de la cruz, rasgada con su propio peso, expuesta a todos
los escarnios y en fin amargada por la hiel y el vinagre. Viste también con los
ojos de la mente aquella alma divinísima
repleta de la hiel de todas las amarguras, ya sacudida de espirituales
estremecimientos, ya llena de pavor, ya de tedio, ya agonizante, ya angustiada,
ya turbada, ya abatida por la tristeza y el dolor, parte por el vivísimo
sufrimiento del cuerpo, parte por el ardiente celo de reparar el divino honor,
violado por el pecado, parte por la afectuosa conmiseración de nuestras
miserias, parte por la compasión que de ti, su Madre dulcísima, tenía, cuando,
desgarrado el corazón, viéndote presente, te dirigió una mirada de piedad y
aquellas dulces palabras: Mujer, he ahí a
tu hijo (Jn 19, 26), para
consuelo de tu alma angustiada, pues sabía que te traspasaba la espada de la
compasión más fuertemente que si fueras herida en tu propio
cuerpo» (San
Buenaventura, El árbol de la vida, en
10 Opúsculos místicos, Buenos Aires
1947, p. 145).
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