En una sola víctima tuvo lugar un doble martirio:
el de la castidad y el de la fe
el de la castidad y el de la fe
Santa Inés de Massimo Stanzione (S. XVII)
«Celebramos hoy el
nacimiento para el cielo de una virgen, imitemos su integridad; se trata
también de una mártir, ofrezcamos el sacrificio. Es el día natalicio de santa
Inés. Sabemos por tradición que murió mártir a los doce años de edad. Destaca
en su martirio, por una parte, la crueldad que no se detuvo ni ante una edad
tan tierna; por otra, la fortaleza que infunde la fe, capaz de dar testimonio
en la persona de una jovencita.
¿Es que en aquel cuerpo
tan pequeño cabía herida alguna? Y, con todo, aunque en ella no encontraba la
espada donde descargar su golpe, fue ella capaz de vencer a la espada. Y eso
que a esta edad las niñas no pueden soportar ni la severidad del rostro de sus
padres, y, si distraídamente se pinchan con una aguja, se ponen a llorar como
si se tratara de una herida.
Pero ella, impávida
entre las sangrientas manos del verdugo, inalterable al ser arrastrada por
pesadas y chirriantes cadenas, ofrece todo su cuerpo a la espada del enfurecido
soldado, ignorante aún de lo que es la muerte, pero dispuesta a sufrirla; al
ser arrastrada por la fuerza al altar idolátrico, entre las llamas tendía hacia
Cristo sus manos, y así, en medio de la sacrílega hoguera, significaba con esta
posición el estandarte triunfal de la victoria del Señor; intentaban aherrojar
su cuello y sus manos con grilletes de hierro, pero sus miembros resultaban
demasiado pequeños para quedar encerrados en ellos.
¿Una nueva clase de
martirio? No tenía aún edad de ser condenada, pero estaba ya madura para la
victoria; la lucha se presentaba difícil, la corona fácil; lo que parecía
imposible por su poca edad lo hizo posible su virtud consumada. Una recién
casada no iría al tálamo nupcial con la alegría con que iba esta doncella al
lugar del suplicio, con prisa y contenta de su suerte, adornada su cabeza no
con rizos, sino con el mismo Cristo, coronada no de flores, sino de virtudes.
Todos lloraban, menos
ella. Todos se admiraban de que, con tanta generosidad, entregara una vida de
la que aún no había comenzado a gozar, como si ya la hubiese vivido plenamente.
Todos se asombraban de que fuera ya testigo de Cristo una niña que, por su
edad, no podía aún dar testimonio de sí misma. Resultó así que fue capaz de dar
fe de las cosas de Dios una niña que era incapaz legalmente de dar fe de las
cosas humanas, porque el Autor de la naturaleza puede hacer que sean superadas
las leyes naturales.
El
verdugo hizo lo posible para aterrorizarla, para atraerla con halagos, muchos
desearon casarse con ella. Pero ella dijo: “Sería una injuria para mi Esposo
esperar a ver si me gusta otro; él me ha elegido primero, él me tendrá. ¿A qué
esperas, verdugo, para asestar el golpe? Perezca el cuerpo que puede ser amado
con unos ojos a los que yo no quiero”.
Se detuvo, oró, doblegó
la cerviz. Hubieras visto cómo temblaba el verdugo, como si él fuese el
condenado; cómo temblaba su diestra al ir a dar el golpe, cómo palidecían los
rostros al ver lo que le iba a suceder a la niña, mientras ella se mantenía
serena. En una sola víctima tuvo lugar un doble martirio: el de la castidad y
el de la fe. Permaneció virgen y obtuvo la gloria del martirio. (San Ambrosio, Tratado sobre las Vírgenes, L. 1, Caps.
2; 5, 7-9: PL 16, 189-191)
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