Minusvalorar
el papel que juegan los actos externos de adoración en el culto que tributamos
a Dios, es desconocer la naturaleza misma de nuestra condición de criaturas
compuestas de alma y cuerpo. Santo Tomás, al tratar de la adoración como acto
de la virtud de la religión se pregunta si la adoración comporta actos
corporales. Su respuesta dice así: «Puesto que, como dice San Juan Damasceno,
estamos “compuestos de doble naturaleza, intelectual y sensible”, ofrecemos a
Dios una adoración espiritual y otra corporal. La espiritual consiste en la
devoción interna de la mente, mientas que la corporal consiste en la
humillación de nuestro cuerpo. Y, puesto que en todo acto de latría lo exterior
entraña subordinación a lo interior, esta adoración exterior tiene por fin la
interior. En efecto, los signos exteriores de humillación del cuerpo excitan a
someterse con el corazón a Dios, pues nos es connatural el llegar a lo
inteligible a través de lo sensible» (S.
Th., II-II, q.84, a.2 c).
En
el mismo artículo, a la objeción de que el nombre de adoración está tomado de
“oración” que consiste sobre todo en un acto interior, San Tomás responde con
la misma doctrina: «Al igual que la oración está primordialmente en la mente y
de modo secundario en la expresión verbal, como se dijo, así la adoración
consiste principalmente en la reverencia interior a Dios y secundariamente en
ciertos signos corporales de humildad; así, al arrodillarnos damos a entender
nuestra debilidad delante de Dios y al postrarnos confesamos la nada que somos»
(Ibid., ad 2).
Si
bien los gestos corporales de reverencia, tales como postrarse, arrodillarse,
inclinar la cabeza o hacer genuflexión, no pertenecen a la esencia de la
adoración en cuanto tal –los ángeles no tienen cuerpo y adoran sin interrupción
la infinita majestad de Dios– en el caso del hombre, ser compuesto de alma y
cuerpo, la auténtica adoración necesita de esos gestos externos, bien como expresión
de redundancia de la adoración interna del alma, bien como incentivo que
mueve y recoge la mente a la devoción
interior. «Aunque los sentidos no alcancen a Dios, dirá el doctor Angélico, son
las cosas sensibles las que excitan nuestro espíritu para tender a Él» (Ibid., ad 3).
La
desafección moderna por estos actos de adoración externa ha conducido a un
claro debilitamiento de la piedad y de la fe en los corazones de los fieles.
Pensemos, por ejemplo, en la comunión de pie y en la mano. Tal "gestualidad" no
guarda ninguna significación sagrada: ni la expresa, ni la estimula. De pie y
en la mano se recibe cualquier cosa: un boleto, un vuelto, una entrada, una
bebida, un ticket, etc. En cambio, quien se arrodilla para comulgar se dispone a hacerlo con devoción y espíritu de adoración; más
aún, su mismo arrodillarse ante el Dios que nos visita, ya es un acto de
fe y veneración que tiende a alejar cualquier sopor en el alma. Por tanto, la unidad de
la persona humana no puede prescindir de los gestos corporales en su trato con
Dios. «Quien aprende a creer, aprende también a arrodillarse; y una fe o una
liturgia que desconociera el acto de arrodillarse estaría mortalmente enferma.
Allí donde se ha perdido este gesto, debemos aprenderlo de nuevo, de modo que
sigamos orando en la comunión de los apóstoles y mártires, en la comunión de
todo el cosmos, en unidad con el mismo Jesucristo». (Joseph Ratzinger, Obras Completas. Teología de la liturgia,
BAC, Vol. XI, Madrid 2012, p. 111).
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