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ohn-Henry
Westen, editor jefe de Lifesite, ha publicado un breve y bien articulado
ensayo sobre las razones por las que los católicos deberían desistir de
comulgar en la mano. El autor, consciente de los tiempos de excepción que vivimos
y de las órdenes de algunos gobiernos y episcopados para comulgar solamente en
la mano, expone igualmente las cinco razones «por las que nunca podría
recibir la Sagrada Comunión en la mano. Y, si el asunto fuera obligado,
simplemente haría el sacrifico de hacer una comunión espiritual lo más santa
posible». Me gustaría resumir y comentar en próximas entradas al blog
algunos de los argumentos señalados por Westen en su artículo, por estimar que la
práctica de la comunión en la mano es propensa a debilitar valores importantes
de nuestra fe que hoy más que nunca necesitarían de una celosa custodia.
La
primera razón que nos ofrece el autor –y a mi juicio la más decisiva– se contiene
en esta idea fundamental: la Comunión de rodillas y en la boca está en plena
sintonía con «la reverencia debida a Dios omnipotente». Especial interés
tiene su advertencia previa antes de entrar en materia: «Quiero descartar la
falsa idea de que las personas que reciben la Comunión en la lengua lo hacen movidos
por una falsa piedad o por una actitud de superioridad religiosa frente a los
demás. Aunque no puedo descartar que haya algo de eso, por lo que he
visto y leído, comulgar en la lengua proviene de un profundo amor reverencial
por el Rey de Reyes que recibimos en este Augusto Sacramento. Creo que recibir
a Nuestro Señor en la lengua mientras permanecemos de rodillas refuerza esa
reverencia por Nuestro Señor Eucarístico».
No
faltan quienes piensan que los fieles empeñados en la defensa de su derecho por
recibir la comunión en la lengua y de rodillas –derecho reconocido por la
legislación universal de la Iglesia– actúan de modo arrogante y provocativo. Pero
se trata de una falsa idea, como dice Westen. Quien se sintiera ofendido o
agredido por ver a un hermano suyo en la fe comulgar reverentemente de rodillas
y en la boca, es probable que tenga una herida en su corazón que debería sanar
con humildad, caridad y estudio. Y lo mismo vale para quienes por comulgar en
la boca experimentaran un sentimiento de superioridad espiritual frente a sus
hermanos que lo hacen en la mano. Con todo, y dejando exclusivamente a Dios el
juzgar las intenciones que mueven a los fieles a comulgar de una u otra manera y
conocer el grado de fervor con que lo hacen, siempre que sea conforme a lo
dispuesto por la Iglesia, es perfectamente legítimo sostener, razonando en el
plano objetivo de los hechos, que la distribución de la comunión en la mano es
un error, y que existen razones de peso para avalar ese juicio. La simple
permisión de alguna práctica (en este caso la comunión en la mano) no es
suficiente para asegurar su corrección y oportunidad.
A
continuación, el autor nos presenta algunos pasajes de la Sagrada Escritura donde
se percibe con claridad cómo la reverencia debida a Dios comporta un cierto
distanciamiento, un respeto humilde y sumiso ante la majestad de Dios. El
primer texto es la manifestación de Dios a Moisés en la zarza ardiente. A este
hombre singular, que alcanzará una familiaridad con el Señor fuera de lo común,
no le es permitido, sin embargo, acercarse demasiado: debe guardar una
respetuosa distancia, debe quitarse sus sandalias porque son calzado impropio
para pisar tierra santificada por la presencia de Dios (Cf. Ex 3). Una exhortación
similar encontramos en el salmo 95, 6: «Venid, adoremos y postrémonos,
doblemos nuestras rodillas ante el Señor, nuestro Hacedor». Lo mismo podemos
ver en el Nuevo Testamento cuando Pedro, Santiago y Juan se hallan en la cima
del monte Tabor: ante la visión del cuerpo glorificado de Jesús –el mismo que
recibimos en la Sagrada Comunión– se postran con la frente en el suelo. Por
último, Westen menciona con más detenimiento la sobrecogedora historia de Uzá, el
hombre a quien Dios hirió mortalmente por atreverse a tocar el Arca de la
Alianza, cuando ésta amenazaba con caer al suelo por los vaivenes de la carreta
tirada por bueyes en que era transportada. (Cf. 2 Sam 6, 1-7; 1 Cr
13, 9-12).
Westen
también nos cuenta una observación muy aguda por parte de su mujer: «Mi
esposa, convertida al catolicismo, me preguntó el otro día cómo la comunión en
la mano tiene sentido dadas las prácticas de la Iglesia de consagrar el altar y
los vasos sagrados utilizados en la Misa. Vemos a sacerdotes, obispos, incluso al
Papa, cubriendo sus manos con el ornamento llamado velo humeral durante la
bendición con el Santísimo Sacramento. Esto manifiesta el carácter sagrado de
Cristo en la Eucaristía. Si permitimos que todos toquen la Sagrada Hostia con
sus manos, la práctica del uso del velo humeral se vuelve realmente extraña».
En esta misma línea me atrevería a añadir otro contrasentido litúrgico que
encierra la comunión en la mano. En la última
edición del Misal Romano (Cf. IGMR, 278) se pide al sacerdote una gran delicadeza
en relación con las partículas de las Hostias consagradas y con las debidas purificaciones:
«Cuantas veces algún fragmento de la Hostia se haya adherido a los dedos
–principalmente después de la fracción o de la Comunión de los fieles– el
sacerdote debe limpiar los dedos sobre la patena o si es necesario, lavarlos.
Del mismo modo, si quedan algunos fragmentos fuera de la patena, debe
recogerlos». La comunión en la mano, sin purificación alguna por parte de los
fieles, ¿no hace de estas importantes rúbricas de la misa algo verdaderamente
superfluo? Y esto sin hablar de la minuciosidad con que en la Forma
Extraordinaria del Rito Romano se prescriben las purificaciones de los vasos
sagrados y de los dedos del sacerdote, como asimismo el hecho de que éste mantenga
unidos, después de la consagración del pan, los dedos índice y pulgar hasta que
sean purificados con agua y vino después la comunión.
Concluye Westen la exposición de la primera de sus razones para no recibir el Cuerpo de Cristo en la
mano con un texto del filósofo alemán Dietrich von Hildebrand. Este pensador
católico, eximio representante de la escuela fenomenológica, admirado por
varios Papas y fiel amante de la liturgia tradicional, supo ver con especial
hondura que la actitud reverente constituye un valor esencial de la vida moral
del hombre. Quizá por esto mismo pudo escribir con especial autoridad las siguientes
palabras sobre la comunión en la mano:
«Desafortunadamente,
en muchos lugares se distribuye la comunión en la mano. ¿En qué medida se
supone que esto es una renovación y una profundización de la recepción de la
Sagrada Comunión? La temblorosa reverencia con la que recibimos este regalo incomprensible,
¿acaso se incrementa al volver a recibirlo en nuestras manos no consagradas, en
lugar de hacerlo directamente de la mano consagrada del sacerdote? No es difícil
ver que el peligro de que partes de la Hostia consagrada caigan al suelo es incomparablemente
mayor, y el peligro de profanarla o incluso de una horrible blasfemia es muy
grande. ¿Y qué se gana con todo esto? La afirmación de que el contacto con la
mano hace que el huésped se perciba como más real es sin duda una simple
tontería: porque el tema aquí no es la realidad de la materia de la Sagrada
Forma, sino más bien la conciencia, que solo es alcanzable por la fe, de que la
Hostia en realidad se ha convertido en el Cuerpo de Cristo. La recepción
reverente del Cuerpo de Cristo en nuestras lenguas, de la mano consagrada del
sacerdote, es mucho más propicia para el fortalecimiento de esta conciencia que
la recepción con nuestras propias manos no consagradas» (The Devastated
Vineyard, Págs. 67-68).
Texto
original del artículo que comento: lifesitenews.com
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