Bartolomé Esteban Murillo. El retorno del hijo
pródigo
Fotografía: wikipedia.org
«Fieles a la recomendación
del Salvador y siguiendo su divina enseñanza, nos atrevemos a decir (audemus
dicere): Padre nuestro...». Con estas palabras introduce la liturgia de la Iglesia el Rito de la Comunión en la Santa Misa. Ante todo, ellas nos sugieren que invocar
a Dios con el nombre familiar de Padre es verdaderamente una osadía, una audacia inimaginable sin la previa licencia de su amor e incentivo paternos. Así nos lo recuerda también San Cipriano en su admirable comentario
al Pater noster:
¡C
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uán importantes, cuántos y
cuán grandes son, hermanos muy amados, los misterios que encierra la oración
del Señor, tan breve en palabras y tan rica en eficacia espiritual! Ella, a
manera de compendio, nos ofrece una enseñanza completa de todo lo que hemos de
pedir en nuestras oraciones. Vosotros —dice el Señor— rezad así: «Padre
nuestro, que estás en los cielos».
El hombre nuevo, nacido de
nuevo y restituido a Dios por su gracia, dice en primer lugar: Padre, porque ya
ha empezado a ser hijo. El Verbo vino a su casa —dice el Evangelio— y los suyos
no lo recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de
Dios, si creen en su nombre. Por esto, el que ha creído en su nombre y ha
llegado a ser hijo de Dios debe comenzar por hacer profesión, lleno de gratitud,
de su condición de hijo de Dios, llamando Padre suyo al Dios que está en los
cielos.
Cuán grande es la
benignidad del Señor, cuán abundante la riqueza de su condescendencia y de su
bondad para con nosotros, pues ha querido que, cuando nos ponemos en su
presencia para orar, lo llamemos con el nombre de Padre y seamos nosotros
llamados hijos de Dios, a imitación de Cristo, su Hijo; ninguno de nosotros se
hubiera nunca atrevido a pronunciar este nombre en la oración, si él no nos lo
hubiese permitido. Por tanto, hermanos muy amados, debemos recordar y saber
que, pues llamamos Padre a Dios, tenemos que obrar como hijos suyos, a fin de
que él se complazca en nosotros, como nosotros nos complacemos de tenerlo por
Padre. (San Cipriano, Tratado sobre el Padrenuestro, c. 9 y 11).
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