San Josemaría celebrando el Santo Sacrifico de la
Misa
Santiago de Chile, 7 de julio de 1974
H
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oy,
décimo tercer aniversario del Motu Proprio Summorum Pontificum del Papa
Benedicto XVI, por el que restableció plenamente el uso del Misal Romano de
1962, me complace traer a la memoria y compartir con los lectores del blog,
la gracia singular de haber asistido a una Misa, según el rito antiguo,
celebrada por San Josemaría Escrivá durante su visita pastoral a Chile.
Domingo 7 de julio de 1974; 8.30 de la mañana. En una sobria capilla
de una casa del Opus Dei en Santiago, un grupo de fieles esperamos con
emoción el inicio del Santo Sacrificio. San Josemaría recorre muy recogido el
pasillo central hacia el altar; sobre éste, están dispuestos los ornamentos
para la misa. Asistido por dos sacerdotes que le ayudarán en la celebración, comienza
a revestirse con unción sobrecogedora. Baja la grada y comienza la Santa Misa.
Le acompañamos en silencio durante la recitación con voz clara de las oraciones
al pie del altar que dialoga con sus ministros. Se suceden la Epístola y el
Evangelio que él mismo lee. En el memento de vivos ora con intensidad.
Llega la Consagración: las manos de San Josemaría se convierten en el trono de
Jesús Sacramentado. Solo el tañido de la campana rompe el denso silencio que invade el oratorio. Otro instante de hondo recogimiento: el memento de difuntos.
Luego,
antes de administrar personalmente la Sagrada Comunión, San Josemaría se vuelve hacia los
asistentes, inclina reverentemente la cabeza hacia el Santísimo y pide permiso para dirigir
unas palabras: «Con vuestra licencia, Soberano Señor Sacramentado». Comienza entonces un entrañable fervorín que dispone nuestras almas para la Comunión:
«El Señor va a ir ahora a
vuestros corazones. Ya al punto de la mañana me gusta hacer –y que hagáis– un
acto de fe clara, explícita: Señor, creo que eres Tú, oculto en el pan. Creo
que eres Jesús de Nazaret, el de las bodas de Caná, el que curaba a los leprosos,
el que resucitaba a los muertos, el que padeció la Pasión y murió en la Cruz,
el que resucitó al tercer día. Sé que estás ahí, real, verdadera y
sustancialmente presente, con tu Cuerpo, con tu Sangre, con tu Alma y con tu
Divinidad.
Es bueno que comencemos
así. Después, cada uno de vosotros hará su acción de gracias. Yo le digo que no
sé cómo ha venido a este muladar de mi corazón. Una vez más se ha querido
humillar... Viene como médico, como padre, como maestro, como alimento, como
fortaleza, como compañero y amigo. ¡Tratadlo como queráis, pero tratádmelo
bien!...
Pensad que el Señor nos ha
hecho vivir en unos tiempos duros. ¡Esto es una predilección! El mundo está
casi como hace veinte siglos, metido en el paganismo. Y la Iglesia, rota en
montones de herejías, como en los tiempos apostólicos. Cuando leéis las
epístolas de Pablo, de Pedro, de Juan, de Santiago, os quedáis pasmados de la
división, del encono, de los enredos de Satanás. También ahora la situación es
semejante. Por eso hemos de ser fieles. A más lucha, más amor. A más debilidad –vuestra y mía–, más amor. A más amor Suyo, a más entrega Suya, más entrega
nuestra y más amor...
¡Mirad que amor con amor
se paga! Obras son amores y no buenas razones: duro es oír esto, sin ruido de
palabras, en el fondo del corazón; duro y dulce. Pues escuchadlo también
vosotros. Obras son amores: fidelidad espera el Señor. Que ayudemos a los demás
a ser fieles, yendo todos adelante por estos caminos de amor y de bien,
ayudándole a corredimir».
Emocionados,
recibimos el Cuerpo de Cristo de manos de un santo. Termina la Misa. Sigue una
silenciosa acción de gracias. Lo vivido y oído en esta Eucaristía inolvidable enciende
a todos los allí presentes: ¿No ardían nuestros corazones dentro de
nosotros mientras en el camino nos hablaba y nos declaraba las Escrituras?
(Lc 24, 32).
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