Appareat servis tuis opus tuum (Ps 90, 16), aparezca,
Señor, ante tus siervos tu propia obra. Me gusta considerar estas palabras del
salmo como expresión del auténtico ideal que la Iglesia alberga cuando, por
medio de su liturgia, tributa el culto debido a Dios y santifica a los miembros
de su pueblo. Ellas señalan en cierto modo el poder sublime de la liturgia
católica. ¿Acaso no pertenece a la
esencia de la liturgia un carácter revelador –su dimensión epifánica, como
diría Guardini–, es decir, de manifestación e irrupción de lo sagrado y
trascendente en nuestro mundo sensible? La liturgia es ella misma y realiza su
esencia en cuanto que es capaz de hacer presente la obra de Dios entre
nosotros; mientras ella persista en aparecer como simple obra humana, producto
de la creatividad del celebrante, pierde su sentido y no hace más que favorecer
la desilusión entre los fieles, incapaces ya de percibir la presencia de Dios
en medio de tanta espontaneidad y protagonismo humano.
Desde esta perspectiva es posible entender mejor
el importante papel que las prescripciones rituales juegan en la liturgia:
ellas facilitan que la obra de Dios aparezca, pura, íntegra, bella y majestuosa,
entre nosotros. La despectiva acusación de «rubricismo» o «ritualismo», que no
pocas veces se ha dirigido a la liturgia tradicional, es señal de no haber
comprendido el hondo significado de esta «señalética litúrgica». Ella está al
servicio del ministro y de su acción sagrada; contribuye a que el pueblo vea en el sacerdote
que celebra no al padre tal, o al padre cual, con sus peculiaridades
personales, con su estilo propio, sino a Cristo Sumo y Eterno Sacerdote. El
color rojo con que las rúbricas van impresas en el misal, sugiere también la idea que son como la cruz que debe
tomar gustosamente el sacerdote para celebrar no “su” misa, sino “Su” misa, la
de Cristo. Solo una delicada obediencia a las rúbricas permitirá al sacerdote
realizar, durante la celebración, el programa insoslayable del Bautista:
Conviene que Él crezca y yo disminuya (Jn 3, 30), conviene que aparezca tu
obra, Señor, no la mía.
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