Enseña
Santo Tomás que corresponde a la paciencia «que el hombre no se aparte del bien
de la virtud a causa de las tristezas, por grandes que sean» (S. Th., II-II, q.
136, a. 4 ad 2). Hoy más que nunca es tiempo de paciencia. Ante los densos nubarrones
que oscurecen el cielo de la Iglesia y del mundo, el creyente debe procurar no
abatirse por la tristeza sino santificarse por la paciencia. No es extraño que
ya desde los primeros siglos, teólogos y santos cantaran las excelencias de
esta virtud, conscientes de la afirmación del Señor: «con vuestra paciencia
poseeréis vuestras almas» (Lc 21, 19). Así la encomia San Cipriano de Cartago:
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ser tan rica y variada, la paciencia no se ciñe a estrechos límites ni se
encierra en breves términos. Esta virtud se difunde por todas partes, y su
exuberancia y profusión nacen de un solo manantial; pero al rebosar las venas del
agua se difunde por multitud de canales de méritos y ninguna de nuestras
acciones puede ser meritoria si no recibe de ella su estabilidad y perfección.
La paciencia es la que nos recomienda y guarda para Dios; modera nuestra ira,
frena la lengua, dirige nuestro pensar, conserva la paz, endereza la conducta,
doblega la rebeldía de las pasiones, reprime el tono del orgullo, apaga el
fuego de los enconos, contiene la prepotencia de los ricos, alivia la necesidad
de los pobres, protege la santa virginidad de las doncellas, la trabajosa
castidad de las viudas, la indivisible unión de los casados.
La
paciencia mantiene en la humildad a los que prosperan, hace fuertes en la
adversidad y mansos frente a las injusticias y afrentas. Ensena a perdonar
enseguida a quienes nos ofenden, y a rogar con ahínco e insistencia cuando
hemos ofendido. Nos hace vencer las tentaciones, tolerar las persecuciones,
consumar el martirio. Es la que fortifica sólidamente los cimientos de nuestra
fe, la que levanta en alto nuestra esperanza, la que encamina nuestras acciones
por la senda de Cristo, para seguir los pasos de sus sufrimientos. La paciencia
nos lleva a perseverar como hijos de Dios imitando la paciencia del Padre»
(San Cipriano, El bien de la paciencia,
20).
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