«El que se
confiesa fuera del confesionario se propone sólo eludir el arrepentimiento» escribió Nicolás Gómez Dávila. En efecto, el
hombre moderno frecuenta poco el confesonario porque busca más la absolución
del mundo que el perdón de Dios. Llama la atención con qué facilidad se
confiesan culpas y miserias frente a cámaras y micrófonos y qué poco se oye
decir en público: «he rogado a Dios que me perdone». Esto último proporcionaría más paz y garantizaría mejor la autenticidad del dolor que se declara. A
fin de cuentas, como dice Josef Pieper, quien no percibe en el mal su
componente radical de aversión a Dios, «no puede sino considerar el pecado como
algo inocuo en el fondo» (El concepto de
pecado, Herder 1979, p. 71).
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